El final del curso nos asediaba de nostalgia pasajera, que las piscinas y el ocio se encargarían de apaciguar. Algunos rostros de la clase se nos olvidarían para siempre. Nos deseábamos suerte unos a otros, anotábamos en los cuadernos números de teléfono que no marcaríamos, y quienes estábamos citados para después del verano nos convencíamos para superar las asignaturas suspensas.
-Nos vemos en septiembre.
-No lo dudes, allí estaré.
En el último mes de colegio habíamos soportado las estrictas revisiones médicas, en un cuarto habilitado para la ocasión. En orden de lista íbamos pasando a una angosta sala en la que, eso se comentaba, una enfermera joven nos bajaría la piel del prepucio. Entre mis compañeros reinaba la inquietud, pero también la excitación y el entusiasmo.
-Dicen que la tía te agarra la polla y, con unos guantes de plástico, baja la piel del capullo.
-¿Y está buena?
-Bah, eso es lo de menos. Lo importante es que una mujer te la pele por primera vez.
-Hombre, como sea un adefesio no se me levanta ni aunque la trabaje a fondo. Si está rica, prefiero que me lo haga sin guantes.
Todos sudábamos antes de las exploraciones. Esos dedos de enfermera podían inspirarnos la erección inmediata y, de rebote, el apuro ineludible.
-Espero que la tía no me toque –decía alguno–, porque ¡vaya corte si me pongo verraco! Que yo me empalmo enseguida, oye.
Cuando llegó mi turno, deseé que fuera el médico quien me atendiese. El contacto prematuro con una mujer, máxime si era enfermera y guapa, me dejaría turbado. Imaginaba mi erección delante del personal, sin saber que una revisión de esas características no deriva en ardores, ni aunque la chica sea Emmanuelle, debido al carácter rutinario, frío y riguroso de los reconocimientos.
Tuve suerte, entre comillas, cuando fue el doctor quien me ordenó bajarme los pantalones y los calzoncillos, y aunque la idea de unas manos masculinas allí abajo no me hizo gracia, al menos mis partes pudendas no se rebelarían. El médico bajó el pellejo, observó la cuestión y lanzó un veredicto favorable. Sin problema. Corría el rumor, en los pasillos de la escuela, de que si uno se empalmaba con las manos del doctor, es que tenía pluma.
-Si se te ha levantado con el médico, eres maricón.
-Ni se me ha movido, así que no lo soy –les dije a la salida.
Todo estaba en orden en el resto del cuerpo, salvo que la vista comenzaba a fallarme en las distancias largas. Veía, era mi secreto hasta entonces, algo borrosas las letras y números del encerado.
-Padeces una pequeña miopía. Es necesario llevar gafas para ver la tele, ir al cine y mirar la pizarra. Dile a tu madre que te lleve al oculista de la Seguridad Social.
Respiré aliviado por el consejo de usarlas sólo a ratos; a esa edad las gafas pueden ser una cruz si las llevas siempre, y los muchachos te adjudican múltiples etiquetas: torpe, empollón, feo, tímido.
Con las notas en la mano abandonábamos el colegio, hastiados de normas rígidas, anhelantes de futuro, algunos de mis compañeros victoriosos porque habían empollado mucho; otros, fracasados por la falta de estudio, todos deseosos de verano y nuevas experiencias.
Antes de salir de la EGB había dicho en casa que me iba a afeitar ese bigotillo ridículo que brota en la adolescencia, esa débil telaraña umbría que afea los rostros aún sin acné. Mi primo Juan Carlos se lo rasuraba desde varios meses atrás. Como se había desarrollado antes que nadie, por lógica era precoz su afeitado.
-Tengo que raparme estos pelos –notifiqué a mi madre–, me hacen muy mala cara.
-Di que sí, hijo, que así pareces mayor.
-Ni se te ocurra afeitarte, hombre –aconsejó mi padre–, que luego no te vas a bajar de la cuchilla.
-Me da igual. Con tal de quitarme estos pelarrios, lo que sea.
En beneficio de la estética, emprendí mi primer rasurado, en el que puedes prescindir de la espuma y el after-shave, y crees que eres adulto porque una cuchilla te rebaja el bozo. Limpio de pelos, salía a la calle a mostrar mi nueva imagen, con la cara como recién lavada con jabón. El espejo juraba que me había quitado un par de años de encima.
José Ángel Barrueco, de Recuerdos de un cine de Barrio (Baile del sol, 2009).
-Nos vemos en septiembre.
-No lo dudes, allí estaré.
En el último mes de colegio habíamos soportado las estrictas revisiones médicas, en un cuarto habilitado para la ocasión. En orden de lista íbamos pasando a una angosta sala en la que, eso se comentaba, una enfermera joven nos bajaría la piel del prepucio. Entre mis compañeros reinaba la inquietud, pero también la excitación y el entusiasmo.
-Dicen que la tía te agarra la polla y, con unos guantes de plástico, baja la piel del capullo.
-¿Y está buena?
-Bah, eso es lo de menos. Lo importante es que una mujer te la pele por primera vez.
-Hombre, como sea un adefesio no se me levanta ni aunque la trabaje a fondo. Si está rica, prefiero que me lo haga sin guantes.
Todos sudábamos antes de las exploraciones. Esos dedos de enfermera podían inspirarnos la erección inmediata y, de rebote, el apuro ineludible.
-Espero que la tía no me toque –decía alguno–, porque ¡vaya corte si me pongo verraco! Que yo me empalmo enseguida, oye.
Cuando llegó mi turno, deseé que fuera el médico quien me atendiese. El contacto prematuro con una mujer, máxime si era enfermera y guapa, me dejaría turbado. Imaginaba mi erección delante del personal, sin saber que una revisión de esas características no deriva en ardores, ni aunque la chica sea Emmanuelle, debido al carácter rutinario, frío y riguroso de los reconocimientos.
Tuve suerte, entre comillas, cuando fue el doctor quien me ordenó bajarme los pantalones y los calzoncillos, y aunque la idea de unas manos masculinas allí abajo no me hizo gracia, al menos mis partes pudendas no se rebelarían. El médico bajó el pellejo, observó la cuestión y lanzó un veredicto favorable. Sin problema. Corría el rumor, en los pasillos de la escuela, de que si uno se empalmaba con las manos del doctor, es que tenía pluma.
-Si se te ha levantado con el médico, eres maricón.
-Ni se me ha movido, así que no lo soy –les dije a la salida.
Todo estaba en orden en el resto del cuerpo, salvo que la vista comenzaba a fallarme en las distancias largas. Veía, era mi secreto hasta entonces, algo borrosas las letras y números del encerado.
-Padeces una pequeña miopía. Es necesario llevar gafas para ver la tele, ir al cine y mirar la pizarra. Dile a tu madre que te lleve al oculista de la Seguridad Social.
Respiré aliviado por el consejo de usarlas sólo a ratos; a esa edad las gafas pueden ser una cruz si las llevas siempre, y los muchachos te adjudican múltiples etiquetas: torpe, empollón, feo, tímido.
Con las notas en la mano abandonábamos el colegio, hastiados de normas rígidas, anhelantes de futuro, algunos de mis compañeros victoriosos porque habían empollado mucho; otros, fracasados por la falta de estudio, todos deseosos de verano y nuevas experiencias.
Antes de salir de la EGB había dicho en casa que me iba a afeitar ese bigotillo ridículo que brota en la adolescencia, esa débil telaraña umbría que afea los rostros aún sin acné. Mi primo Juan Carlos se lo rasuraba desde varios meses atrás. Como se había desarrollado antes que nadie, por lógica era precoz su afeitado.
-Tengo que raparme estos pelos –notifiqué a mi madre–, me hacen muy mala cara.
-Di que sí, hijo, que así pareces mayor.
-Ni se te ocurra afeitarte, hombre –aconsejó mi padre–, que luego no te vas a bajar de la cuchilla.
-Me da igual. Con tal de quitarme estos pelarrios, lo que sea.
En beneficio de la estética, emprendí mi primer rasurado, en el que puedes prescindir de la espuma y el after-shave, y crees que eres adulto porque una cuchilla te rebaja el bozo. Limpio de pelos, salía a la calle a mostrar mi nueva imagen, con la cara como recién lavada con jabón. El espejo juraba que me había quitado un par de años de encima.
José Ángel Barrueco, de Recuerdos de un cine de Barrio (Baile del sol, 2009).
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