Hoy ha empezado
el cole. Y ha empezado mal. Bronca con los niños, prisas… Yo he perdido los
nervios y les he gritado y me he sentido fatal. Después, al volver de la escuela, he bajado al
trastero. Dentro de unos días me voy de viaje, uno de esos viajes como los que
conseguía hace años, gracias a la escritura y los premios literarios. Voy a
África. Visitaré los proyectos de una ONG en Costa de Marfil y a la vuelta
escribiré sobre ello e intentaré publicar algún reportaje, por el que me ofrecerán
una miseria pero con el que tal vez pueda pagar el dentista o alguna
extraescolar.
En Costa de
Marfil es ahora la época de lluvias, así que he bajado al trastero a buscar el
impermeable que utilizaba cuando trabajaba de barrendero. Soy un tipo apañado, uno de esos que usan el
traje de su boda para las de los demás.
El impermeable
no aparecía entre las cajas con ropa de los niños que se ha quedado pequeña, las
bicicletas y los ordenadores moribundos, los apuntes de la universidad y de
cursos que nunca acabé o que no me sirvieron para nada… Pero en otra caja he
encontrado mis cuadernos de redacciones del colegio y el primer cuento que
escribí, con cinco años, y que creía perdido… Los he estado ojeando y he sentido
ganas de llorar. Llevo casi cuarenta años escribiendo y tengo la misma
sensación que con esos apuntes: que hay algo que he dejado a medias y que
escribir no me ha servido para mucho. Pero no he sentido pena y dolor por mí mismo
—yo no necesito mucho, solo un poco, un poquito más—, sino por aquellos a
quienes he arrastrado en este camino, con esta obsesión, esta enfermedad que es
la literatura; pena y dolor y también admiración y agradecimiento por sus
sacrificios y sus estrecheces…
Junto a la caja
con los cuadernos he visto también otra con mis viejas cintas de casete. Heavy
metal. Punk. Rock radikal vasco. Me he acordado también de mi juventud. De los
empujones para entrar a los bares o llegar a las primera filas de los
conciertos. De las cervezas y el humo. De los jerseis de lana y las botas que
conocían cómo olía el suelo. De las broncas con la policía y los gatos
callejeros, que salían corriendo entre
los montones de basura cuando volvía a casa, borracho y solo… No siento nostalgia
por aquella época. La recuerdo triste, violenta y atormentada; soportada solo a
costa de una diversión autodestructiva; sin perspectivas de futuro… Esto último
no ha cambiado mucho. La precariedad, las oficinas del INEM… Me angustia esta
falta de estabilidad, los gastos —el dentista, las extraescolares…—, las prisas para llegar a sitios que no llevan
a ninguna parte… Yo nunca imaginé, por ejemplo, que llegaría a ser un padre que
grita y pierde la paciencia con sus hijos.
Por un momento,
he pensado que mi vida es también un trastero, en el que he ido acumulando
recuerdos inservibles, trozos de vida como cacharros rotos. Pero cuando estaba
ya a punto de subir a casa, a escribir un rato y curarme las heridas, he visto
el impermeable, en una esquina. Y he
comprendido que dentro de mí también había algo —la fe inquebrantable en la
imaginación, el anhelo de libertad, la lucha empecinada por cumplir los sueños—
que permanecía intacto, que salvaguardé, que salvaguardamos mientras fuimos
dejando pasar nuestra alegre juventud, algo que nunca se borraría de los cuadernos
de redacciones infantiles. Algo que enseñar a mis hijos y que nos protegerá
siempre de la tormenta.
Publicado en el suplemento ON de los diarios del Grupo Noticias (26/09/2015)
1 comentario:
Muy grande... para variar!
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