domingo, 5 de enero de 2014

EL ESCULTOR por Roxana Popelka.


El escultor trabaja dieciséis horas. Trabaja todos los días, incluidos los domingos. No tiene vacaciones, ni piensa en ellas. Ha olvidado los placeres mundanos: comer bien, sestear, trasnochar. El escultor no tiene amigos, los ha perdido. Su fama de asocial lo fue alejando de los seres humanos. Ni siquiera se comunica con su familia. Parecería no tener familia, aunque la tiene. Existe una hermana que vive en otro país y habla otro idioma, y a veces, cuando está cansada de tanto pelear con sus hijos, de ir a buscarlos al colegio, darles la merienda y preguntarles cuáles son algunas de las características de los insectos, se detiene un instante –como abstraída-, y ve a su hermano cortando madera; pegando los pequeños trocitos de madera, secando los trocitos de madera, pintando cuidadosamente los pequeños trocitos de madera y construyendo unas casas a modo de maquetas. A continuación se imagina cómo su hermano cierra la puerta del estudio con suavidad y se dirige al río, sí, a ese caudaloso donde jugaban de pequeños. Lo figura subido a una afilada roca cercana a la orilla tirando piedras desgastadas al agua, oye perfectamente el ruido de las piedras: plof, plof. Observa cómo saltan las ranas y a unos renacuajos nadar a contracorriente. Lo percibe todo con nitidez. Ahora la hermana del escultor estira la mano, saca unos cantos rodados del agua y apunta a las ranas, quiere matarlas. La hermana del escultor se ensaña con los pequeños anfibios que escapan como relámpagos, y trata de perseguirlos y tropieza; se levanta de la tierra húmeda. La hermana del escultor mira sus rodillas ensangrentadas. Limpia con sus mugrientas manos sus rodillas teñidas de sangre y sigue andando, porque la hermana del escultor, de nombre Diana, sabe que no debe pararse nunca. Lo leyó en alguna parte, aunque no lo recuerda claramente. Baraja dos posibilidades, en la novela de David Herbert Lawrence El amante de Lady Chatterley, o, Lúcia Mc Cartney, de Rubén Fonseca. Es domingo y la hermana del escultor le pregunta a su hijo mayor la lección para el examen de mañana. El hijo de la hermana del escultor no sabe nada, lo ha olvidado todo. Ha olvidado dónde se colocan las unidades, las decenas o las centenas. No recuerda qué altura tiene la montaña de Machu Picchu, ni dónde está la Cordillera de los Andes, ni siquiera sabe contestar a la siguiente pregunta: ¿qué pueblo construyó hace más de 500 años una gran ciudad-fortaleza? Así que Diana, la hermana del escultor, se enfada y pega un puñetazo en la mesa de la cocina donde cada domingo le toma las lecciones a su hijo mayor. Y se desespera. Le dice a su hijo que como siga así, como siga sin dar golpe, sin atender en clase, lo va a mandar a vivir con su tío, el escultor. Entonces el hijo le pregunta que quién es ese y su madre, la hermana del escultor, le dice que es una especie de anacoreta. Le cuenta que su hermano corta pequeños trocitos de madera que utiliza para construir casas a modo de maquetas. El niño dice que él también quiere ser anacoreta y pintar pequeños trocitos de madera. La madre aprueba la decisión, considera que es acertada. Entonces la hermana del escultor se sienta con la espalda bien recta en el borde de la silla, se calza las zapatillas de andar por casa y piensa que la naturaleza no obra milagros.

Roxana Popelka

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