El espíritu de la mascota
1
Primer día en la oficina
Lo primero que tienes que hacer es quedarte en calzoncillos. La coordinadora siempre está presente, así que a partir de ahora será nuestro ritual. Nosotros nos bajamos los pantalones, ella permanece de pie. Es la misma sensación que tenías de pequeño cuando tu madre te desnudaba sin reparos delante de alguna de sus amigas, o cuando, ya adolescente, te acostabas con alguien por primera vez. Esa extraña mezcla de pudor y desvergüenza donde, al final, las circunstancias mandan. Al menos, la coordinadora siempre busca un punto de fuga, algo que desvíe su atención de nuestras miserias: mira el móvil, habla con la vista perdida o, sencillamente, se vuelve de espaldas. La primera vez sucede así y se establece como rutina. Luego te dan unos pantalones blancos acolchados que se asemejan a los de un astronauta y te los pones. El tacto por fuera es sintético, como si se hubieran fusionado el plástico y la lana. La camiseta interior tiene el cuello ancho y se pega a la piel, ensañándose con ella. Aun así, poneros algo debajo, es una cuestión de higiene, la coordinadora insiste. No sabe, o no ha querido saber, el calor que se pasa con esa prenda y la otra debajo. Para colmo, el primer día traigo puesta, desde casa, una camiseta de manga larga. Dos minutos después de vestirte, el sofoco es insoportable. Y aún no estás dentro de la chocolatina.
Te inclinas y te enganchas los zapatos. Gigantes, de un metro de largo, y voluptuosos, de color rojo y blanco, como esos que compras para estar en casa y simulan la silueta de unas deportivas. Con las gomas, tus pies quedan atados y desnudos en el interior del zapato. Sobra espacio para dos pies más. Pareciera que quisieran volverte torpe, dependiente. Es la previa, antes de introducirte dentro de la caja y convertirte en chocolatina.
Por dentro, todo está oscuro. Tienes que aprender cómo filtrar la luz y hacerte con el arnés. El arnés permite que te cuelgues a modo de mochila todo el armatoste. Son unas tiras sintéticas que llevan refuerzo de gomaespuma para no lastimarte los hombros. Muy considerados, los fabricantes. Los trajes son de origen canadiense. No quisimos reparar en gastos, nos dijeron en la empresa. Pero tampoco repararon en nosotros, las mascotas, en lo que pesa el trasto y en el tiempo que íbamos a pasar dentro. Cuatro u ocho horas, ininterrumpidas, según el día. Tu nuevo cuerpo de chocolatina pesa como las mochilas que llevabas a los campamentos cuando eras un crío. Colocas bien el cuerpo y pides a alguien que te ponga los guantes. Son de cuatro dedos, porque todo el mundo sabe que a las mascotas les sobran siempre uno o dos dedos, por eso se los quitan. Con el tiempo, ponerse los guantes debe ser una tarea individual, pero ahora es prematuro. Falta el don de la experiencia.
—¿Veis bien? —preguntan.
—Más o menos —miento.
No se ve un carajo, ¿acaso a ellos les importa? El cristal de los ojos se empaña con el vaho de la respiración. La tela almohadillada, que impide que desde fuera se vea a la persona que porta el traje, hace el resto. Se distinguen sombras, lo que parecen ser personas. La luz, los edificios, los coches, como en una maraña runruneante. Sombras que vienen y van. Sombras estáticas. Sombras que se vuelven más sombras. Lo mismo es todo lo que somos: sombras.
La chocolatina lleva una pila en su interior, a un lado, y ensamblado con ella un cable que desemboca en el ventilador, situado en lo alto de la cabeza. Van conectados para que el armazón se encuentre oxigenado y en óptima temperatura. Así sí, claro, así no se empañan los ojos. Así da igual que el traje sea tan extremadamente agobiante, porque recibirás ventilación todo el día. No sabemos qué tipo de pila lleva, nos dicen, tenemos que averiguarlo. Hoy trabajaréis sin pila. Una semana después tampoco habrá pila. Ni dos semanas más tarde. Las pilas nos las tendremos que poner nosotros. Andas por el despacho y haces el paripé, como en un pase de modelos ortopédicas.
—Estáis muy graciosos —dice la coordinadora—. Haceros una foto con el equipo, así comprobaremos si tenéis vergüenza.
Vamos hasta la oficina central y nos hacemos fotografías. Sudo como si estuviera en una sauna. La vergüenza no existe cuando estás dentro del traje. Existe cuando te lo quitas. Cuando te tomas una cerveza y dices que eres la nueva mascota de una marca conocida de chocolatinas. Cuando hablas con un abogado, un ingeniero, un periodista, un escritor, un camarero o cualquier otro y le dices que te dedicas a repartir chocolatinas desde dentro de una chocolatina gigante. Mientras, los empleados de la agencia ríen, y su risa alerta al resto de la oficina. ¡Una foto! ¡Otra! Están felices. Se comportan mejor que los niños. Más agradecidos y pacientes. Como si alguien les hubiera devuelto la inocencia.
—Tendréis que hablar a los consumidores —nos indica la coordinadora.
—¿Así? —pregunto.
—Más alto —contesta.
—¿Así, mejor?
—No —dice ella.
—¿Más fuerte?
—Sí.
—¿Así está bien?
—Sí, así está perfecto.
Mi garganta ya sabe que no podrá aguantarlo ocho horas. Ni siquiera cuatro. La gente escuchará con dificultad pero les dará exactamente igual. Ya intuyen lo que vas a decirles, alguna chorrada. Valores nutritivos y bromas prefabricadas. Algo que no les interesa en absoluto. Sólo quieren su chocolatina gratuita. Y van a hacer lo que haga falta por llevarse una a casa.
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