¿Sabe? Nunca me
lo hizo. Y ni siquiera me llegó a contar el por qué de su actitud. Tal vez todos
hayamos cambiado ahora, pero no llego a comprender el porqué... Y creo que ahí está el error. Entonces, no me
daba cuenta de las consecuencias de estar con una auténtica señora como
Arancha..., porque desde el principio yo le dije que me iría con ella debido a que sentía aquí adentro un
cosquilleo que tal vez pudiera definirse dentro de lo que comúnmente conocemos
con esa palabra tan peculiar... “amor”. No sé. Y a partir de ahí ella sabía que
podía hacer conmigo lo que quisiera. Maldigo ahora los comentarios que les
escuchaba a mis amigos en los vestuarios acerca de sus infinitas curvas. Esos
comentarios siempre me incitaron a intentar estar con ella. Se trataba
principalmente de sueños en los que mis amigos se entregaban por completo a
ella y ella respondía a sus flamígeras
pasiones de un modo deliciosamente oral. Gracias a esas historias padecí
dolorosas enervaciones del miembro... Tras mucho tiempo dándole vueltas al
asunto, y tras muchas, innumerables muestras de afecto hacia ella, tuve la
oportunidad de tenerla entre mis brazos primero, y después...
Lo referente a los preliminares era la
parte específica que más me gustaba comentar con ella. Aunque, a veces, Arancha
me desviaba la conversación hacia los atavismos generacionales y su evolución
formal hacia la eficacia sexual humana donde, naturalmente, depositar el semen
en una boca no contribuía a nada. Yo odiaba lo de la concepción porque me
sonaba muy chungo. De modo que contraatacaba con el rollo de las pinturas que
encontraron en Pompeya y de que un amigo mío me enseñó una foto de la época en
que estuvo en Italia, y más específicamente en la ciudad arqueológica de la que
estábamos charlando, y que mostraba impunemente la silueta feliz, o relieve en
positivo, de enormes falos trazados en el adoquinado de las calles. Estos
apéndices sexuales inconmensurables e inhiestos hasta la saciedad indicaban el
camino hacia las casas de lenocinio cuando lenocinio quiere decir “putas” en el
sentido más estricto de la palabra. También aprovechaba para enumerar todos y
cada uno de los frescos encontrados en aquellos antros de perversión de pleno y
categórico contenido explícito. Mira, esta postura se llama Felación
Interdimensional Emotiva, si los romanos lo hacían siglos atrás, y ellos fueron
tan inteligentes como para gobernar apasionadamente el mundo, nosotros no
debiéramos pasarlo por alto. No cabe duda de que hoy por hoy el sexo oral es
una purificación, la gloria más alta y un largo etcétera de adjetivos todos
buenos, y además: los psicólogos dicen que ahí es donde está el camino hacia una
relación perfecta y adulta y humana a más no poder. Conocí a una especie de
anarquista que me dijo que ellos, ese tipo de gente muy punk, extrapunk, son
tremendamente felacionistas, y que así consiguen una concordia grupal excelente
sin disputas ni nada.
Lo intenté todo. Todo. Íbamos al cine e
insinuaba que los de las filas postreras seguramente se lo estaban montando en
tono oral. Íbamos a bañarnos al río, y cuando conseguía aparcar el Renault en
un lugar alejado de los demás bañistas, ella desplegaba la toalla sobre la
hierba y acto seguido tomaba el sol sin dudar un solo momento en quitarse la
parte de arriba, y en esos momentos, a lo mejor hablo de más de treinta
ocasiones, me tumbaba encima de ella y gateaba por su silueta con esa cosa
tercamente dúctil entre mis piernas hasta que llegaba a sus pechos, y ella se
dejaba. Pero cuando, en medio del frenesí, notaba que me izaba aun más, en dirección
a sus labios, ella escoraba su cabeza hasta una posición totalmente imposible y
luego reía compulsivamente. Vamos cariño,
recuerda que todo el mundo lo hace. Pero no paraba de reír, propiciando así
el que mi protuberancia sexual perdiese gas y gas hasta llegar a un estado
flexible, bamboleante, diminuto y feo.
Antes de irnos a la cama me la engalanaba,
la acicalaba escrupulosamente, la echaba esa colonia de Zara Man que a ella
tanto le gusta..., y me escocía de cojones. Luego, tras esperar un rato a que
pasase el dolor, me ponía la ropa interior más prieta del segundo cajón de la
mesilla, de modo que cuando ella regresaba del trabajo la abrazaba febril y
desbocado para luego meternos en la cama y cuando veía la ocasión más
conveniente, cuando su cabeza y sus carnosos labios lamían mis pezones, trataba
de empujar su cabeza con mis manos en dirección hacia la entrepierna. Notaba la
tensión, la fuerza con que lograba evadir mi esforzado intento, de modo que
empujaba y empujaba como si me fuese la vida en ello. En ese momento ella
parecía dejarse llevar, pero justo cuando estaba cerca de mi ombligo y ya había
bajado yo la guardia, aprovechaba para volver a subir su cabeza rápidamente hasta
donde está la mía y decía que me quería. Me estaba volviendo loco.
Debido a ciertas tensiones en nuestra
relación Arancha se largó de mi vida porque decía que yo no la quería
verdaderamente, que era un enfermo, y que solo quería su boca para hacer
guarradas.
De modo que mi enorme y peluda cabezota
piensa y piensa hasta que un buen día me encuentro mezclado entre un montón de
gente pervertida en una de esas comunidades de internet. Aquello constituyó el
Siglo de Oro para “mi martillo percutor”. Mi herramienta era tan barroca; había
sentido tan dentro el típico desengaño barroco en lo referente a las
expectativas hacia la amada; tenía tantas ganas de perdurarse a sí misma, de
sentir cómo el arte bruto de sus nervaduras perduraba en miles de suculentas
bocas femeninas por los siglos de los siglos, que puedo asegurar que en aquella
época de total entrega llegué a padecer verdaderas agujetas en el miembro.
Siempre hubo una jugosa boca que percutir, y cuando me lamían el glande, mi
mente soñaba con la boca de Arancha, y de regreso del sueño, mi polla seguía
padeciendo el citado desengaño barroco, porque ella, Arancha, esa Venus a la
que yo pretendía ver desnuda mientras le llenaba la fuente de tibia leche
barroca, no estaba allí porque la que en realidad estaba era la señora realidad
acompañada de una pervertida que tragaba más cantidad de pene del que le
permitía su capacidad bucal. Esto me hacía sentirme asqueroso. Arancha me había
dejado porque yo era un guarro. Ella ya había rehecho su vida... Y su boca
nunca me había proporcionado verdadero sexo oral. Mi polla barroca se estaba desquiciando,
sin embargo, ya no era capaz de parar.
Y todo esto hasta que me encontré con
Annisa. Annisa en árabe quiere decir princesa. Mi princesa era una gata
callejera que me traje a casa después de una borrachera. Desde entonces fuimos
estupendos amigos y yo le compraba unas carísimas latas de comida para gatos. A
cambio, ella siempre estaba ronroneando por mis piernas y acompañaba mi
soledad, la soledad de un enfermo del sexo que jamás se comprometerá con nada
ni con nadie porque lo único que le importa es su propio placer. Descubrí que
el onanismo me permitía encontrar esa clase de placer sin tener que tener
contacto social con nadie. Era fantástico. Fantástico, hasta que Annisa, harta
de verme con la herramienta en la mano, se sintió celosa y se lanzó hacia mi
pene, clavando allí sus uñas. Desgarrando mi leit motiv para vivir. Esto que está usted curando..., por cierto,
es una fantástica enfermera, ¿nunca se lo habían dicho? Lo hace muy bien, de
verdad... Decía que esto que está usted curando es el resultado del percance
que le he contado. ¿Adivina lo que estoy pensando? Bueno, quizás sea una
tontería, pero ¿cree que le sería posible arrimar su jugosa boquita aquí mismo?
Dicen que la saliva es el mejor antiséptico del mundo.
Ángel González González
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