domingo, 9 de septiembre de 2012

ARTÍSTICO DEBER by Pablo Cerezal.


Me invade una incómoda sensación de déjà vu, últimamente, al escuchar y leer, de continuo, en rotativos y demás retoños de los mass-media, frases que imaginé ya sepultadas en el último reducto de la memoria y el tiempo. Evitaré circunloquios e iré al grano: "me debo a mi público", "todo se lo debo a mi público", y un sinfín de variantes de tan hipócrita frase se escuchan a menudo en boca de aquellos que el poder mercantil ha decidido erigir en nuevas personalidades públicas. Hablamos, claro está, de cantores, toreros, futbolistas y demás gloriosa troupe del mundo del espectáculo (sí, los futbolistas también, no me dirán que carece de espectacularidad ninguno de los spots televisivos que protagonizan, ni alguno de los deportivos utilitarios desde los que regalan autógrafos a sus enfervorecidos fans). Artistas los llaman, así en genérico, all right! Por cierto: curioso lo cool que me está quedando el artículo en cuanto a términos extranjeros (barbarismos) cuando de algo tan castizo vengo a disertar.

Porque fue en castizos períodos de la historia patria cuando algún popular cantaor de rumbas (o en ese plan) decidió acuñar la frase de marras: "yo me debo a mi público". No pocos adeptos le propició al artista. De bien nacido es ser agradecido, dicen, y el público siempre agradece que aquellos a quien admira le agradezcan el desembolso económico que por ellos realizan sin rechistar.

Aprendí de bien joven a enamorarme de la literatura, sin preocuparme en absoluto por el aspecto o íntimas creencias de aquellos que habían escrito aquellas palabras que me hacían estremecer.
Con el paso de los años y la implacable crecida de la irracional mitomanía, conseguí conocer los malcarados rasgos de un Baudelaire adicto a los estupefacientes, la ruleta de criminales tropelías a que gustó de jugar toda su vida Genet, las explícitas veleidades filonazis de Céline, o la dolorosa verbena lasciva en que gustaba de entretener sus días el Marqués de Sade, por poner sólo algunos ejemplos.

Todos ellos, entre tantos otros, engalanaron sus vidas con la podrida simiente de su cuestionable moralidad, pero también con la bendita siembra de la ineludible Belleza.
Louis-Ferdinand Céline agotó su ajetreada existencia entre ocultos rencores y públicas condenas, y arrastró sin remedio su estigma de criminal vocero de la furia antisemita. Claro, que también emprendió un desolador Viaje al Fin de la Noche en que, no pocos, aprenderíamos los líricos vericuetos de la desesperación y fraternidad humanas, y empezaríamos a venerar ese arte que se moldea con palabras y silencios, con ruidosos sentimientos y amortiguadas orquestas. Gracias a Céline, ese ogro racista, entramos algunos en el florido salón de la alta Literatura.
Habrían de pasar 50 años de su muerte para que el Gobierno francés pretendiese rendirle público homenaje. No sucedió. Pesó más la opinión de los guardianes de la moral.

Por su parte Jean Genet, ensució el paso de los años con los bizarros detritus que expelían las paredes de cárceles y comisarías, los besos de golfos y asesinos, llevando hasta sus consecuencias el total deseo de vivir en el mal absoluto. Sí, transformó al maleante en héroe, pero también tomó entre sus manos la cruel sordidez del crimen y la barbarie, y de entre el crujiente lodo de la abyección extrajo lirios tipográficos de cimbreante belleza, transformando el Diario del Ladrón en un catálogo de emociones fronterizas.
También el Gobierno francés quiso homenajear a Genet. En este caso lo consiguió, por obra y gracia del izquierdismo de postal de barraca de feria de la sociedad francesa. Fue aquí el autor quien denigró el homenaje mirando hacia otro lado.

Ninguno de los dos autores (ni el resto de literatos franceses citados antes) declararon o pretendieron simular hallarse en deuda con público alguno. Su arte se desarrolló como una revuelta carcelaria, como un maremoto provocado por unas pruebas nucleares, como la violación de una virgen en el Altar Mayor. Era Arte concebido en lo más profundo de las entrañas del ser humano. Y es esta Belleza, que brota como pincelada de lava o esfumatto de tormenta, la que yo aprendí a adorar, desde mi más tierna adolescencia, sin importarme lo más mínimo que sus creadores jamás fuesen a sentirse en deuda conmigo, ni siquiera incluso a desearme nada bueno (de haber estado vivos y haberme llegado a conocer). De hecho siguieron escribiendo a pesar de haberse granjeado viscerales odios. Escribían, tal vez, para saldar la deuda que con ellos mismos habían contraído, al nacer.

Hoy estarían mal vistos, y los noticiarios les usurparían incluso la gloria de televisivos minutos que profetizase Andy Warhol.

Tal vez sea culpa mía: quizas sólo admiro el Arte cimentado en las cloacas. Aunque bien pudiera ser que andemos ya chapoteando en las cloacas del Arte.


Pablo Cerezal, del blog Postales desde el Hafa.

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