A Enrique
La primera vez que uno llega a Manhattan tiene la impresión de vivir un déjà vu. Todo resulta familiar: las avenidas, los rascacielos, los taxis, el humo de las alcantarillas, los personajes que pululan por sus calles... Nueva York, capital del mundo, es, ha sido y seguirá siendo también la capital del cine y la literatura. El lugar más recurrente para ambientar una historia, una ciudad construida por todos y cada uno de los pueblos del mundo, donde nadie falta y nadie cabe, donde cualquier cosa puede acontecer. Cada rincón es una localización de cine, un pasaje de una novela, un sueño convertido en realidad al notar el calor del asfalto bajo los pies y volver a la vida, cruda, que las tres dimensiones conocidas nos obligan a vivir. Pero, ciertamente, hay una primera fase, un momento en el que el viajero camina en busca de esa magia que nos transporta a otros mundos y otras realidades. Y en esa fase, que no sabría si definir como ebriedad o paranoia, acaecieron, durante los primeros días en la Gran Manzana, anécdotas y encuentros que configuraron el, para mí, Nueva York de ficción.
Recuerdo que durante los primeros días en la isla, mientras visitaba algunos de los reputados museos de la conocida Milla, a la vera de Central Park, me encontré con Belén Gopegui, o alguien que se parecía mucho a ella, en la rampa espiral del Guggenheim. Contemplaba absorta los cuadros mientras escuchaba, no sé en que idioma, los comentarios de la audioguía. Mi acompañante se empeñó en sacarme de la cabeza la idea, puesto que, en su opinión, el único parecido de esa señora con la Gopegui era la melena cana. Pero yo había terminado de leer “Acceso no autorizado” hacía pocos días y, sobre todo, y más importante, mi búsqueda de la cuarta dimensión literaria había comenzado ya. Definitivamente, Belen Gopegui estuvo allí.
Salimos del museo en dirección Este y, tras avanzar unas pocas manzanas, comenzó a llover; el cielo se tornó tan plomizo como el de un otoño gallego y tuvimos que coger un taxi unas manzanas más allá del famoso museo. Qué casualidad, paramos aquel taxi justo en la confluencia de Madison Avenue con la calle 72. El lugar me sonaba de algo, era una corazonada, puesto que nunca había estado allí, pero me resultaba realmente familiar. Eché mano de mi libreta friki de localizaciones de cine y lugares novelescos y, efectivamente, pude corroborar mis sensaciones. En ese mismo lugar, Quinn, protagonista de una de las historias de la “Trilogía de Nueva York”, de Paul Auster, paró un taxi. La magia ya había salido del tarro. Sólo había que dejarse llevar. El único problema, en aquel momento, era que Madison es una vía de subida, y nosotros queríamos ir hacia abajo. El taxi tendría que desplazarse hacia otra avenida paralela.
La lluvia había cesado y el cielo se abría limpio, anticipando el calor que estaba por venir, pero, debido al habitual tráfico, habíamos avanzado tan solo unas pocas manzanas dirección uptown y le dijimos al taxista que parara allí mismo, en Park Avenue. Me pareció ver a Tom Hanks vestido de manera elegante entrar en un portal. Era el 816 de la lujosa avenida, un número que aparecía destacado en mi libreta como el lugar de residencia de Sherman McCoy, protagonista de la famosa novela de Tom Wolfe “La hoguera de las vanidades”. Lástima que no pudiera preguntarle a Hanks si Sherman seguía viviendo en el mismo edificio.
Al día siguiente, caminando por el Village; zona bohemia, cool, poppy, arcoiris, modernita y megaguay-gafapasta donde las haya, encontramos, en la calle Bleecker, el local donde se ubicaba un bar frecuentado por algunos miembros de la Beat Generation. Hoy día es una sucursal del Bank of America: ¡qué paradoja! Allí, a la puerta, fumamos un cigarrillo de liar. Las volutas de humo hacían formas que, como molduras barrocas, se elevaba hacia el cielo modificando su imagen. Entonces lo vi, como en un flash, un reflejo que ni siquiera tengo la certeza que existiese. Era el rostro de Kerouac. Inconfundible. Me guiñó un ojo y después se convirtió en una pipa. “Ceci n´est pa une pipe”, pensé. Y proseguimos la marcha.
Sin alejarnos de la bohemia del Village, continuamos por la famosa MacDougal Street, donde se encuentra el célebre Café Reggio. Justo enfrente, paramos a comer un delicioso crepe, uno de los mejores que he probado en mi vida, en una pequeña, diminuta, crepería donde, curiosamente, Julio Medem había decidido rodar una secuencia de su película “Caótica Ana”. Seguimos nuestra ruta como autómatas, sin rumbo fijo y sin capacidad para frenar a unas piernas ambiciosas que desafiaban las distancias para empaparse y empaparnos del Nueva York más profundo. En un momento indeterminado me vino a la cabeza un pasaje del libro “Los crímenes de la calle Morgue”. Una sensación, una corazonada me decía que allí, muy cerca, había sucedido algo relacionado con este libro. Tal vez un crimen, tal vez su inspiración, tal vez nada. No pude evitarlo y saque mi libreta. Una rápida ojeada a la chuleta y otra al nombre de la calle donde nos encontrábamos: la 85 Oeste con la Calle 3. Efectivamente, en uno de esos astrosos edificios había vivido Poe, el mítico Edgar Allan Poe.
Alcanzado ya el peligroso estado en el que el viajero es capaz de ver y escuchar a los muertos, la paranoia literaria no tenía vuelta atrás. Estaba viviendo en una lejana dimensión donde sólo existe la inventiva. Además, era consciente de que ya no necesitaba la puerta de entrada de una hoja de papel o una pantalla. Había trascendido la realidad gracias a la magia neoyorkina y podía transitar sin problemas por el ancho mundo de la ficción. Desde entonces los acontecimientos se precipitaron:
Me topé con Herman Melville en Chelsea, donde vivió miserablemente, y, ni corto ni perezoso, le pedí un autógrafo que me negó con mucha elegancia, aludiendo a uno de sus más famosos personajes, Bartleby, el escribiente, con un rotundo: “Preferiría no hacerlo”. Después desapareció.
Un tipo calvo que se parecía a Henry James y que yo identifiqué como el propio Henry James, me miró con cierta suficiencia y me indico lacónicamente, cuando le pregunté, la dirección correcta hacia el puente de Brooklyn, nuestra siguiente parada.
Cruzar el Brooklyn Bridge no nos llevó poco más de media hora, como indican las guías, sino cincuenta minutos. Supongo que el retraso fue debido a mi charla con el poeta Vladimir Maiakovski, uno de los impulsores del futurismo ruso, quien tras casi un siglo visitando la ciudad, aún no había conseguido desprenderse de su acento, ni de sus tendencias bolcheviques.
Brooklyn Heights es la zona más antigua del famoso borough, un área residencial en cuya calle comercial, Montague Terrace, abundan las cafeterías, los pubs, los restaurantes y los hoteles. En ella escribió Tom Wolfe “Del tiempo y del río”. Muy cerca de allí, en el 70 de Willow Street, Truman Capote creó su famoso “Breakfast at Tiffany’s”. De una de las ventanas del edificio colgaba un cartel de “se alquila”, junto a un número de teléfono. Tal vez esperando encontrar a Capote ajustándose la bufanda en el hall, decidí llamar para concertar una cita. La comercial de turno, una impertinente señora, me preguntó de malos modos si yo, con semejante acento español, podía pagar cuarenta mil dólares mensuales de alquiler. Me vi obligado a contestar que no.
Desde el Brooklyn Heights Promenade, un paseo que se asoma al agua, se puede contemplar una de las mejores vistas de NYC. Especialmente al atardecer, cuando la luz del sol se filtra a través de los estrechos huecos que dejan los rascacielos entre las calles y los destellos del río se reflejan en los cristales de los edificios. Precioso. A tan solo unos metros del paseo, se conservan algunas de las viviendas más antiguas de la ciudad de Nueva York. Allí se encuentra la calle Orange, donde Walt Whitman escribió “Hojas de hierba”. No vi al viejo poeta esta vez. Tal vez por eso, enfrascado irremisiblemente en mi propia ficción, llamé al timbre de su antigua casa. Una mujer con acento ruso me confirmó que el bueno de Walt había salido; “para siempre”, apostilló. Como contrapartida, mi acompañante, muy romántica, ella, me leyó un poema del libro que cambió la poesía americana.
Ya instalados en la parte baja de Brooklyn, en Sunset Park, título de la última novela del universal Paul Auster, tuvimos la oportunidad de mimetizarnos con el mejor barrio de Nueva York; sus costumbres, su estilo de vida, sus tiendas de ropa, librerías e hipermercados. Encontrarme con Mr. Auster era sólo cuestión de tiempo. No es que estuviera convencido de ello, es que, después de todo, tenía la certeza de que el esperado encuentro tendría lugar. No quise dejar nada al azar y me preparé durante los días subsiguientes para el ansiado momento. Una caja de cigarrillos turcos y un ejemplar de mi última novela eran los regalos que había elegido para el bueno de Paul, célebre residente de la zona de Park Slope, donde abundan las casas victorianas conocidas como brownstones y donde muchos famosos han decidido establecerse. Caminamos por la Quinta y la Séptima, Hamilton, Parkway, Prospect Park y el Cementerio de Greenwood. Exploramos las esquinas de Atlantic, Flushing y Fulton. Recorrimos todo Brooklyn a pie. Pero nada. Paul Auster no aparecía. Algo estaba fallando, la magia se había evaporado; la estancia entre chicanos, portorriqueños y chinos parecía habernos devuelto a la realidad del cine documental o a una película de cinema verité que, sin contemplaciones, nos escupía en una dimensión tan hiperrealista como los cuadros de Antonio López. Y así pasaron los días hasta que, unas horas antes de poner rumbo al aeropuerto JFK, decidí hacer un último y desesperado intento. Lo que sucedió fue lo mismo que en jornadas precedentes: nada. Absolutamente nada. No puede uno cambiar el semblante cuando se le queda tal cara de tonto. Una vez asumida la derrota sólo me preguntaba qué coño podía hacer con los parabienes que, con tanto esmero, había preparado para Auster.
Los cigarrillos nos los fumamos mi acompañante y yo, como no podía ser de otra manera, y el libro lo deposité, junto al poemario “Odio”, de mi amigo David Refoyo, en una de las estanterías de la sección de literatura española de la librería Barnes & Noble de la Séptima Avenida de Brooklyn. Después nada: el aeropuerto y el viaje de vuelta a la realidad.
Ya en casa, y sin vacaciones, sólo me queda imaginar, como en cualquier otra historia de ficción, una vida para esos dos libros que, intuyo, a día de hoy aún duermen en las estanterías de la Barnes & Noble de Brooklyn.
Mario Crespo, de El viento que agita la cebada.
La primera vez que uno llega a Manhattan tiene la impresión de vivir un déjà vu. Todo resulta familiar: las avenidas, los rascacielos, los taxis, el humo de las alcantarillas, los personajes que pululan por sus calles... Nueva York, capital del mundo, es, ha sido y seguirá siendo también la capital del cine y la literatura. El lugar más recurrente para ambientar una historia, una ciudad construida por todos y cada uno de los pueblos del mundo, donde nadie falta y nadie cabe, donde cualquier cosa puede acontecer. Cada rincón es una localización de cine, un pasaje de una novela, un sueño convertido en realidad al notar el calor del asfalto bajo los pies y volver a la vida, cruda, que las tres dimensiones conocidas nos obligan a vivir. Pero, ciertamente, hay una primera fase, un momento en el que el viajero camina en busca de esa magia que nos transporta a otros mundos y otras realidades. Y en esa fase, que no sabría si definir como ebriedad o paranoia, acaecieron, durante los primeros días en la Gran Manzana, anécdotas y encuentros que configuraron el, para mí, Nueva York de ficción.
Recuerdo que durante los primeros días en la isla, mientras visitaba algunos de los reputados museos de la conocida Milla, a la vera de Central Park, me encontré con Belén Gopegui, o alguien que se parecía mucho a ella, en la rampa espiral del Guggenheim. Contemplaba absorta los cuadros mientras escuchaba, no sé en que idioma, los comentarios de la audioguía. Mi acompañante se empeñó en sacarme de la cabeza la idea, puesto que, en su opinión, el único parecido de esa señora con la Gopegui era la melena cana. Pero yo había terminado de leer “Acceso no autorizado” hacía pocos días y, sobre todo, y más importante, mi búsqueda de la cuarta dimensión literaria había comenzado ya. Definitivamente, Belen Gopegui estuvo allí.
Salimos del museo en dirección Este y, tras avanzar unas pocas manzanas, comenzó a llover; el cielo se tornó tan plomizo como el de un otoño gallego y tuvimos que coger un taxi unas manzanas más allá del famoso museo. Qué casualidad, paramos aquel taxi justo en la confluencia de Madison Avenue con la calle 72. El lugar me sonaba de algo, era una corazonada, puesto que nunca había estado allí, pero me resultaba realmente familiar. Eché mano de mi libreta friki de localizaciones de cine y lugares novelescos y, efectivamente, pude corroborar mis sensaciones. En ese mismo lugar, Quinn, protagonista de una de las historias de la “Trilogía de Nueva York”, de Paul Auster, paró un taxi. La magia ya había salido del tarro. Sólo había que dejarse llevar. El único problema, en aquel momento, era que Madison es una vía de subida, y nosotros queríamos ir hacia abajo. El taxi tendría que desplazarse hacia otra avenida paralela.
La lluvia había cesado y el cielo se abría limpio, anticipando el calor que estaba por venir, pero, debido al habitual tráfico, habíamos avanzado tan solo unas pocas manzanas dirección uptown y le dijimos al taxista que parara allí mismo, en Park Avenue. Me pareció ver a Tom Hanks vestido de manera elegante entrar en un portal. Era el 816 de la lujosa avenida, un número que aparecía destacado en mi libreta como el lugar de residencia de Sherman McCoy, protagonista de la famosa novela de Tom Wolfe “La hoguera de las vanidades”. Lástima que no pudiera preguntarle a Hanks si Sherman seguía viviendo en el mismo edificio.
Al día siguiente, caminando por el Village; zona bohemia, cool, poppy, arcoiris, modernita y megaguay-gafapasta donde las haya, encontramos, en la calle Bleecker, el local donde se ubicaba un bar frecuentado por algunos miembros de la Beat Generation. Hoy día es una sucursal del Bank of America: ¡qué paradoja! Allí, a la puerta, fumamos un cigarrillo de liar. Las volutas de humo hacían formas que, como molduras barrocas, se elevaba hacia el cielo modificando su imagen. Entonces lo vi, como en un flash, un reflejo que ni siquiera tengo la certeza que existiese. Era el rostro de Kerouac. Inconfundible. Me guiñó un ojo y después se convirtió en una pipa. “Ceci n´est pa une pipe”, pensé. Y proseguimos la marcha.
Sin alejarnos de la bohemia del Village, continuamos por la famosa MacDougal Street, donde se encuentra el célebre Café Reggio. Justo enfrente, paramos a comer un delicioso crepe, uno de los mejores que he probado en mi vida, en una pequeña, diminuta, crepería donde, curiosamente, Julio Medem había decidido rodar una secuencia de su película “Caótica Ana”. Seguimos nuestra ruta como autómatas, sin rumbo fijo y sin capacidad para frenar a unas piernas ambiciosas que desafiaban las distancias para empaparse y empaparnos del Nueva York más profundo. En un momento indeterminado me vino a la cabeza un pasaje del libro “Los crímenes de la calle Morgue”. Una sensación, una corazonada me decía que allí, muy cerca, había sucedido algo relacionado con este libro. Tal vez un crimen, tal vez su inspiración, tal vez nada. No pude evitarlo y saque mi libreta. Una rápida ojeada a la chuleta y otra al nombre de la calle donde nos encontrábamos: la 85 Oeste con la Calle 3. Efectivamente, en uno de esos astrosos edificios había vivido Poe, el mítico Edgar Allan Poe.
Alcanzado ya el peligroso estado en el que el viajero es capaz de ver y escuchar a los muertos, la paranoia literaria no tenía vuelta atrás. Estaba viviendo en una lejana dimensión donde sólo existe la inventiva. Además, era consciente de que ya no necesitaba la puerta de entrada de una hoja de papel o una pantalla. Había trascendido la realidad gracias a la magia neoyorkina y podía transitar sin problemas por el ancho mundo de la ficción. Desde entonces los acontecimientos se precipitaron:
Me topé con Herman Melville en Chelsea, donde vivió miserablemente, y, ni corto ni perezoso, le pedí un autógrafo que me negó con mucha elegancia, aludiendo a uno de sus más famosos personajes, Bartleby, el escribiente, con un rotundo: “Preferiría no hacerlo”. Después desapareció.
Un tipo calvo que se parecía a Henry James y que yo identifiqué como el propio Henry James, me miró con cierta suficiencia y me indico lacónicamente, cuando le pregunté, la dirección correcta hacia el puente de Brooklyn, nuestra siguiente parada.
Cruzar el Brooklyn Bridge no nos llevó poco más de media hora, como indican las guías, sino cincuenta minutos. Supongo que el retraso fue debido a mi charla con el poeta Vladimir Maiakovski, uno de los impulsores del futurismo ruso, quien tras casi un siglo visitando la ciudad, aún no había conseguido desprenderse de su acento, ni de sus tendencias bolcheviques.
Brooklyn Heights es la zona más antigua del famoso borough, un área residencial en cuya calle comercial, Montague Terrace, abundan las cafeterías, los pubs, los restaurantes y los hoteles. En ella escribió Tom Wolfe “Del tiempo y del río”. Muy cerca de allí, en el 70 de Willow Street, Truman Capote creó su famoso “Breakfast at Tiffany’s”. De una de las ventanas del edificio colgaba un cartel de “se alquila”, junto a un número de teléfono. Tal vez esperando encontrar a Capote ajustándose la bufanda en el hall, decidí llamar para concertar una cita. La comercial de turno, una impertinente señora, me preguntó de malos modos si yo, con semejante acento español, podía pagar cuarenta mil dólares mensuales de alquiler. Me vi obligado a contestar que no.
Desde el Brooklyn Heights Promenade, un paseo que se asoma al agua, se puede contemplar una de las mejores vistas de NYC. Especialmente al atardecer, cuando la luz del sol se filtra a través de los estrechos huecos que dejan los rascacielos entre las calles y los destellos del río se reflejan en los cristales de los edificios. Precioso. A tan solo unos metros del paseo, se conservan algunas de las viviendas más antiguas de la ciudad de Nueva York. Allí se encuentra la calle Orange, donde Walt Whitman escribió “Hojas de hierba”. No vi al viejo poeta esta vez. Tal vez por eso, enfrascado irremisiblemente en mi propia ficción, llamé al timbre de su antigua casa. Una mujer con acento ruso me confirmó que el bueno de Walt había salido; “para siempre”, apostilló. Como contrapartida, mi acompañante, muy romántica, ella, me leyó un poema del libro que cambió la poesía americana.
Ya instalados en la parte baja de Brooklyn, en Sunset Park, título de la última novela del universal Paul Auster, tuvimos la oportunidad de mimetizarnos con el mejor barrio de Nueva York; sus costumbres, su estilo de vida, sus tiendas de ropa, librerías e hipermercados. Encontrarme con Mr. Auster era sólo cuestión de tiempo. No es que estuviera convencido de ello, es que, después de todo, tenía la certeza de que el esperado encuentro tendría lugar. No quise dejar nada al azar y me preparé durante los días subsiguientes para el ansiado momento. Una caja de cigarrillos turcos y un ejemplar de mi última novela eran los regalos que había elegido para el bueno de Paul, célebre residente de la zona de Park Slope, donde abundan las casas victorianas conocidas como brownstones y donde muchos famosos han decidido establecerse. Caminamos por la Quinta y la Séptima, Hamilton, Parkway, Prospect Park y el Cementerio de Greenwood. Exploramos las esquinas de Atlantic, Flushing y Fulton. Recorrimos todo Brooklyn a pie. Pero nada. Paul Auster no aparecía. Algo estaba fallando, la magia se había evaporado; la estancia entre chicanos, portorriqueños y chinos parecía habernos devuelto a la realidad del cine documental o a una película de cinema verité que, sin contemplaciones, nos escupía en una dimensión tan hiperrealista como los cuadros de Antonio López. Y así pasaron los días hasta que, unas horas antes de poner rumbo al aeropuerto JFK, decidí hacer un último y desesperado intento. Lo que sucedió fue lo mismo que en jornadas precedentes: nada. Absolutamente nada. No puede uno cambiar el semblante cuando se le queda tal cara de tonto. Una vez asumida la derrota sólo me preguntaba qué coño podía hacer con los parabienes que, con tanto esmero, había preparado para Auster.
Los cigarrillos nos los fumamos mi acompañante y yo, como no podía ser de otra manera, y el libro lo deposité, junto al poemario “Odio”, de mi amigo David Refoyo, en una de las estanterías de la sección de literatura española de la librería Barnes & Noble de la Séptima Avenida de Brooklyn. Después nada: el aeropuerto y el viaje de vuelta a la realidad.
Ya en casa, y sin vacaciones, sólo me queda imaginar, como en cualquier otra historia de ficción, una vida para esos dos libros que, intuyo, a día de hoy aún duermen en las estanterías de la Barnes & Noble de Brooklyn.
Mario Crespo, de El viento que agita la cebada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario