Mi hermano aún no estaba con nosotros,
así que yo era un niño menor de seis años,
y el lugar un pueblo de playa,
seguramente de la costa de Levante
(por ejemplo, muchos años después, una concha
encima del televisor: Recuerdo de Gandía).
Mis padres son esa pareja joven de cualquier playa
en verano, con la eterna sonrisa prometedora
e indolente y un niño que no llega a los seis.
Olía a mar. Por las noches solíamos ir
a los cines de verano, inmensas pantallas
recortadas contra el cielo, casi siempre dibujos
animados que me entusiasmaban. No recuerdo
qué películas, sí que eran dibujos animados y el entusiasmo.
De la que guardo memoria es de una de ciencia-ficción,
serie B, donde unos hombres de verdad luchaban
contra la invasión de unos monstruos del espacio
que yo no entendía como claramente de mentira,
sino que me daban miedo y me angustiaban.
No comprendía por qué mis padres me habían
llevado a ver aquella película pavorosa.
No salí corriendo cuando volvió a aparecer
alguno de los temibles monstruos de cartón-piedra.
Lo hice casi al final, sobrando ya el gesto,
cuando, de un tirón, un hombre le arrancó un pendiente
de la oreja a una mujer. Aquello me pareció intolerable,
eché a correr por el largo pasillo ante la mirada
curiosa y atónita del acomodador, que no me detuvo.
En la calle ya no sabía hacia dónde huir,
me quedé paralizado sobre la acera,
de fondo posiblemente el golpeteo del mar.
Fue mi padre quien me agarró por la espalda
y me alzó del suelo.
De repente, me sentí protegido
de todo en los fuertes brazos de mi padre.
He hecho un pacto con la vida:
ya no siento miedo en el cine,
ahora es el sitio al que voy a olvidar
lo que me da miedo.
A cambio la vida
me cobra un precio: cuando se acabe la película
y salga a la calle, aunque lo haga corriendo,
sé que no encontraré ningunos brazos
en los que pueda sentirme seguro.
David López Vega, del poemario Siempre nos quedará Casablanca (Baile del sol, 2011).
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