El otro día echaron por uno de esos nuevos canales que no recuerdo de la TDT la película El Cazador, de Michael Cimino. Es una película que me apasiona, está rodada de una forma impecable, aunque ya me advirtió el otro día el bueno de Fran G. Matute que incluye uno de los gazapos de raccord más célebres de la Historia del Cine (no sé si esa anécdota la contaban ya en Moteros Tranquilos, Toros Salvajes; cada vez me acuerdo con menos detalle de las cosas que leo). El caso es que lo que me interesa especialmente de esa película son los 45 primeros minutos, toda la historia previa a la elipsis que finalmente los conduce a Vietnam. No sé si lo recordáis, es toda la parte en la que uno de los amigos va a casarse. La preparación de la boda, la boda, la postboda, la juerga descomunal que se corren y que los conduce, al día siguiente, a una jornada de caza, una afición que comparten casi todos, y durante la que reflexionan cada uno a su modo de su marcha al frente. Con la disculpa de ese error de raccord, y con permiso de El Padrino, es probablemente una de las mejores filmaciones que recuerdo de una boda. Hay algunos momentos en que la cámara parece más bien un invitado más de la celebración. Nos muestra las tripas de toda la fiesta, enseñándonos a los personajes relacionándose entre sí, riéndose, enfadándose, amándose, haciendo el idiota. Aunque sólo se nos expone de forma tímida, llegamos a muchas conclusiones. Por ejemplo, que entre De Niro y Meryl Streep hay algo más que amistad, mal que le pese a Christopher Walken.
Aunque no los he contado, toda esa “macrosecuencia” debe rondar los 40-45 minutos. Durante todo ese tiempo, en realidad, y por lo que compete sensu stricto a la trama, no ocurre prácticamente nada. Nada que en una narración de hechos merezca ser especialmente contado. Hay una boda de un militar joven que está a punto de marchar a Vietnam, hay un grupo de amigos que lo celebra y se emborracha, hay un amor insinuado, hay miedo. Pero nada más. Sin embargo, estos 40-45 minutos constituyen a mi juicio una lección de gran cine, con bastantes minutos de metraje que muchos considerarán gratuitos, pero que a mí me resultan esenciales como forma de darle entidad y sustancia a la historia. Son los minutos donde se forja el carácter de los personajes de cara al espectador, donde se impregnan de matices y donde quedan en evidencia las interrelaciones entre ellos. Todo de una forma natural, incluso simple, sin decir, sino sólo mostrando, metiendo en el plano a los personajes, poniéndolos a hablar y a pelearse. Después de ahí, empieza la que para muchos es la película: toda la truculencia y el horror de Vietnam y los traumas postbélicos tan brillantemente plasmados en torno al concepto de la Ruleta Rusa.
Esta muestra de genio me ha hecho pensar en una observación bastante recurrente cuando se habla de literatura, y que para mí carece cada vez menos de sentido. Es algo que también ocurre en cine, aunque probablemente está más arraigado en el lenguaje narrativo, quizá por su contaminación con la poesía, donde la contención formal y la gracia de la estructura juegan un importante papel. Me refiero al valor que muchos lectores y no pocos críticos le otorgan al hecho de que no haya nada aparentemente gratuito en una novela. Que todo tenga “las palabras que tiene que tener”, que no sobre ni falte una coma. No sé cuántas veces he escuchado expresiones parecidas a ésta, como una forma insuperable de elogio hacia un texto narrativo: “Si le quitamos una palabra, parece que todo el texto se desmorona”. O: “Todo está donde debe estar”. O: “Es un texto limpio, donde nada se dice de forma gratuita”.
Todas estas expresiones forman parte de cierto lugar común literario probablemente cimentado sobre la herencia de Flaubert y, tras él, de muchos otros discípulos abonados como el francés a la causa del sacerdocio literario y la búsqueda de la novela perfecta, un ideal que lo más que ha hecho, en todo caso, es producir grandes obras, sin que ninguna haya logrado abrazar, que yo sepa, ese Santo Grial. Es algo que he escuchado con bastante profusión cuando se habla de autores norteamericanos e ingleses, en los que, si exceptuamos a los que transitan por la senda faulkneriana, siempre se destaca el valor de la contención y el lifting formal. Y es algo que adquiere rango categórico cuando se abordan géneros como el policíaco.
Sin embargo, a poco que se piense, y si exceptuamos nouvelles o piezas pequeñas donde todo efectivamente se engarza a modo de puzzles, donde todo se concibe como una frágil arquitectura que se tiene en pie de forma casi milagrosa (estoy pensando, por ejemplo, en Rulfo), la observación de que en una novela de, pongamos, 100, 200 o 300 páginas no hay nada gratuito, de que todo está donde tiene que estar y no puede estar en otro lado, es una solemne y estúpida tontería.
Particularmente soy un defensor de la grasa en la literatura, de lo accesorio y gratuito que hay en muchas novelas y que en algunos casos acaban dotando al texto de una gran altura. Estoy acordándome, por poner un ejemplo, de la excesiva La consagración de la primavera, la novela más devaluada de Carpentier, y un ejercicio descomunal de barroquismo que está, contradictoriamente, lleno de nervio, de frases y párrafos e incluso capítulos tan gratuitos como imprescindibles.
Una de las primeras cosas que te enseñan en un taller de escritura es a limpiar los textos de todo lo prescindible. Es un primer ejercicio válido para aprender a escribir, pero una vez que se encuentra una voz, una vez que se aprende a manejar los recursos, hay que recuperar el gusto por el adorno. Ser consciente de que se está aportando información quizá no necesaria desde el punto de vista narrativo, pero probablemente muy interesante desde criterios meramente estéticos.
Yo pienso: ¿por qué renunciar a perderse? ¿Por qué no asomarse a ese balcón con vistas al acantilado si realmente no aporta nada a la trama? ¿No es interesante el vuelo de las gaviotas, el sonido silbante de la brisa, el olor a mar? Todo no es relojería, todo no es matemática, y en literatura menos que en ninguna otra cosa.
Vayamos al clásico: ¿alguien puede asegurar que todos los capítulos de El Quijote son imprescindibles? Quiero decir: ¿alguien puede tener la suficiente petulancia de afirmar que haciéndole liposucción al texto éste vaya a convertirse en otra cosa que no es El Quijote?
Ya sabemos todos como acabó Cimino. Absolutamente arruinado por sus proyectos cinematográficos. Sus planteamientos, los minutajes, los presupuestos, lo que deseaba filmar, decididamente, estaban fuera de mercado. Pero uno ve El Cazador, uno contempla esos 45 minutos iniciales, y sigue teniendo la sensación de que está delante de una película enorme, de una clase maestra de cine.
¿Es que acaso hay algo que no sea gratuito? ¿Es que acaso hay alguna palabra imprescindible, alguna fórmula cerrada, cuando apelamos a lo creativo? ¿Todo debe estar sometido a la regla de la efectividad? ¿Quién se atreve a hacerle la liposucción al Quijote?
Extraido del blog Juntando palabras de Daniel Ruiz García, quien por cierto está de enhorabuena, porque acaba de ganar el Premio de novela corta Villa de Oria. ¡Felicidades!
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