Mi nombre es Javier y mis palabras un calco de las de cualquier otro, porque escribir es algo por completo injustificable como el móvil de un asesinato en la serie de Jessica Fletcher y casi tan inútil como la virtud cristiana en los relatos de H.P. Lovecraft y así, para acotarlos, uno ha de recurrir a comparaciones que son pura gilipollez y ser soez sin saber remediarlo. Y, en realidad, a nadie le interesa tanto la literatura como la mitología —nunca confundir, por Dios, con la mitomanía— que subsiste en generalizar sobre la literatura. Del tipo: "la escritura es un efebo al que sodomizan los jurados de los grandes premios literarios". Dios. Dios me entiende, él también ha dicho muchas tonterías en los últimos dos mil años. Pues, por si no lo sabes, la literatura nació porque el mundo es joven, demasiado, apenas dos mil años, y Dios necesitaba algo de background para que nos volviéramos majaras —background del tipo fósiles, árboles genealógicos, imperios y crucifixiones— y creo que Philip K. Dick fue de los únicos en darse cuenta, pero estaba algo tocado de abusar de las anfetas por lo que mucho me temo que jamás le habrían hecho miembro de un jurado literario. El Alfaguara de Verano, por ejemplo. Ahora me imagino —hasta me río por ello— al señor Alfaguara descendiendo en una llamarada fucsia hasta la frente del pobre Philip y llamándole a grandes voces "Ave, Amacaballo, lleno eres de gracia..." y obteniendo por respuesta sólo un "Nixon, aparta de mí este cáliz". Aunque no me importaría tener un par de palabras con el señor Alfaguara. Yo mismo en una ocasión gané un premio. Lo que ocurre es que no me hablo con mis editores porque sus párpados momificados —la furcia ha muerto, en eso me parezco un poco a Marlowe— no saltan sobre los charcos oceánicos del boom editorial como hace el señor Alfaguara, con el que prefiero soñar, sin lugar a dudas. Porque intuyo que el señor Alfaguara, a fuerza de repetir su nombre hasta gastarlo, me comprendería. Cogería mi meteco manuscrito y lloraría de ternura. No lo dudo. Mataría con su propia katana a cualquier presidente de jurado que lo despreciara. Se haría mil fotos con su cabeza recién cortada y me las mandaría cada año como felicitaciones de cumpleaños y de San Valentín. Él sería mi Lou Reed y yo su Rachel. Jugaríamos con la última cabeza recién cortada como con nuestro gatito y la llamaríamos Warhol. En Valencia nevaría cada 25 de enero sólo por nosotros —he aquí el auténtico poder del señor Alfaguara— y pasearíamos en una calesa de acero, cogidos de las manos, con multitud de cráneos saltando de su regazo al mío. La gente nos aplaudiría locamente enamorados —no hay nada peor que un fan de libro— y dirían "he aquí la Santa Trinidad del Palo, el Filo y el Empírico Marasmo". Y así, ad infinitum.
Javier Esteban, de El Principio Antrópico (Viaje a Bizancio Ediciones, 2010).
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