Hoy estoy fría,
aunque los bañistas perseveran
y los oficinistas bronceadísimos
ya sin trauma postvacacional
solo porque ahora conservan su trabajo.
Fría, como si de madrugada
me hubiera tocado un E.T.
con sus articulaciones de otro mundo,
abducida y conducida
hacia la rima interna de lo inane.
Me quisieron conservar
en un cubo de hielo.
La relación con dios, simple:
agitar la charca con un palo
cuando ni siquiera llueve. Sé
que guardo un pozo adentro, idéntico
al de las tatarabuelas con el que obtenían
agua potable, hundiendo
una y otra vez el cubo de madera.
Espero: la historia se inmoviliza,
la crisis amordaza, los parados
se mojan los dedos en mí
para santiguarse de modo convencional.
Espero algo. Espero algo
y no llega. Estoy fría, desangelada,
pareciera que la misericordia
es la vulgar suma de mi voluntad.
Quiero mover los dedos
y salir volando. Quiero ser mala
porque eso recibo. Estoy a punto
de decir una grosería.
Pero el hielo congela el ímpetu,
el metro pasa en todas direcciones
con sus pasajeros. Los ciclistas
doblan su locomoción y la guardan
en el bolsillo, los turistas
me dan una tibieza escasa
como si el asco no proviniera
de ellos, ni de mí: una santa
del futuro que introduce
la llave en la puerta
de su casa y llora.
Una mártir que duerme
continuamente sola
por obra y gracia del espíritu.
Una chica que a la mínima
se transforma en un insecto
de los que se hacen bola
cuando se sienten amenazados.
Bienvenida a septiembre,
hija del santoral; escucha
el ruido del cubo
cuando entra en ti,
y te rompe.
Gemma, la Santa.
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