Ahora que está otra vez tan de moda reivindicar el cine y, en general, el pasado quinqui en nuestra cultura popular, nos ha parecido oportuno rescatar este breve pero intenso texto, publicado originalmente en el estupendo fanzine leonés Vinalia Trippers, en su especial Spanish Quinqui, editado en 2013 con portada del siempre grande Miguel Ángel Martín, en el que tuve la fortuna de colaborar, como en otras ocasiones gracias a la amable invitación de Vicente Muñoz Álvarez, uno de sus principales responsables, escritor, poeta y figura fundamental de la contracultura en la capital leonesa. Espero que aporte una visión distinta del fenómeno, algo menos sentimental y nostálgica que la habitual en muchos de entre quienes no vivieron los “viejos buenos tiempos” de El Torete, El Vaquilla y los demás:
La mitología quinqui me produce profundos sentimientos de amor/odio. O solo de odio, no sé. Es cierto que las películas de José Antonio de la Loma y Eloy de la Iglesia, aparte de algunas otras que se apuntaron al carro, como Deprisa, deprisa de Saura, constituyen un fenómeno popular fascinante. Un genuino cine de género hispano, con profundas raíces en una coyuntura sociocultural, cuyos ecos siguen resonando en nosotros a día de hoy. Un cine comercial, del pueblo y para el pueblo, con algo de serie negra, algo de denuncia social y mucho de exploitation, que dicen los anglos. Un encuentro singular entre realidad y cine, como demuestran El Torete o El Vaquilla, antihéroes del género tan auténticos como la vida misma. El problema, de hecho, es que son demasiado auténticos para alguien como yo, que vivió su infancia y adolescencia en los 70, en el madrileño y satánico Carabanchel Bajo, junto a la Calle de la Vía, en un lugar llamado Colonias Experimentales… El problema es que yo conocí a los héroes del cine quinqui en mis propias carnes. Y no era nada divertido.
Recuerdo cuando cruzar la Calle de la Vía, hoy saneada y urbanizada como una absurda distopía residencial, era arriesgarte a perderlo todo: la bici, la paga, los chicles, el balón, la cartera (del colegio, claro), los cromos, los libros de texto. Y hasta la vergüenza (o sea, los pantalones). Recuerdo cuando pagabas un impuesto revolucionario por salir de clase, en el Colegio Nacional República del Ecuador, en mitad de un descampado, para volver a casa entero, con todos tus bienes y sin un ojo morado. Recuerdo cuando, una vez, apenas pudimos escapar ―éramos cinco o seis chavales―, de “las ruinas”, como llamábamos a otro descampado próximo coronado por un bloque de edificios sin terminar, ominosos esqueletos prehistóricos de hierro y cemento, acosados por una pandilla de quinquis que se divertía arreándonos pedradas y amenazándonos con palos y navajas. Me acuerdo de compañeros quinquis, ya en octavo de E. G. B. y en los primeros años de B. U. P., de los que me hice “amigo”, para que me protegieran de sus colegas ―esos “colegas” de Eloy de la Iglesia―, y de ellos mismos. Les compraba por veinte duros libros y cómics robados en grandes almacenes, y así les ayudaba a pagarse el caballo suyo de cada día. A veces, les sacaba anfetas de la farmacia sin receta, porque yo era payo y tenía cara de bueno.
Pero lo peor es que me acuerdo de cómo me alegré cuando empezaron a caer. Me alegré cuando uno se mató en el metro, saltando de vagón en vagón, perseguido por la poli. Me alegré cuando comenzaron a quedarse en los callejones, en las chabolas abandonadas, con la jeringuilla colgando del brazo, pálido y lleno de agujeritos. Me alegraba, cada vez que sabía de alguno que se estrellaba con la moto. Me alegré cuando supe que La Banda del Cobeta ya no tenía Cobeta, porque lo habían enchironado (y la palmó allí)… No, no me gusta demasiado el cine quinqui. Salvo los finales de las pelis, claro. Esos sí. Esos los sigo disfrutando hoy.
Jesús Palacios
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