PRÓLOGO
Isla Mujeres, en el mar caribe, fue un santuario dedicado a la diosa Ixchel, diosa maya de la luna y la fertilidad. Allí depositaban ofrendas con formas femeninas las muchachas como parte de su paso de niñas a mujeres. Al llegar los conquistadores españoles y ver las figuras, la bautizaron Isla Mujeres.
Me pregunto si su peregrinaje a la isla lo hacían solas o acompañadas de otras mujeres adultas o si algún padre o hermano las observaba de cerca en la playa con devoción y curiosidad.
Como la de este poeta que escribe desde el naufragio transgénero de la infancia: un niño que se mira en el espejo de sus hermanas; que roba sus vestidos y el neceser con el maquillaje; que en carnaval se disfraza de mujer y se queda en casa pasando el aspirador.
Los poemas de Jorge M. Molinero son el peregrinaje del niño, del muchacho, del conquistador a una isla de nostalgia familiar, de castración y angustia ante lo femenino desconocido. Allí también se reúne con un Saturno futbolero, herido, desorientado como su hijo al que no devora sino que nombra “príncipe con habitación compartida y puerta del baño siempre abierta.”
Pero el hijo, el hermano, el titán, se siente atrapado en su isla de mujeres y atraído por la diosa Ixchel de tantos rostros diferentes: de loba, de gata, de violada, de gitana, de muerta… de niña adorable si no le llevas la contraria.
El náufrago, el número cuatro en la deriva de la infancia, observa rendido a Ixchel porque “tiene en los ojos dos alacranes copulando”. Porque “sus labios son siempre fruta del tiempo”. Porque “ella es de esas mujeres que sin mover los labios te indican a quien hay que matar sin motivo.”
No matar. No matarse en la hechicería de los géneros y sobrevivir como un hermafrodita emocional superando fantasías tocadas y hundidas.
Entonces un aquelarre de mujeres con migas de pan y siesta sobre un hule de conspiraciones necesarias, hace erguirse al antropoide por encima de su miedo a no ser y aprende a no pesar, a no ser denso, a sentirse libre como “alga en una playa de Lampedusa”.
Viajen a este Yucatán urbano con un coro de sirenas en la sobremesa.
Bajen con el dios Cronos en el ascensor a por el periódico y unos churros. Escuchen a Edipo cantar “Somewhere over the rainbow” mientras se prueba unos zapatos de tacón.
Láncense a esta playa con resaca de versos apasionados y hermosos junto a este hombre, también mujer, también poeta: Jorge M. Molinero.
Manuela Paso Rodríguez
*
Fui de todas el que menos belleza heredó-apenas los ojos verdes-
Nunca hablé con ella
de cómo me desvirgué [mucho menos
pedirle consejo antes, como las otras tres]
Cuando todas las reglas se acompasaban y
bloqueaban la entrada del w.c
yo simplemente participaba de aquella conjura
bajando a la tienda a comprar tampones:
Raro distinto a un lado.
….......................................
Los rincones de la salita limpios
para que las visitas no adviertan
el rastro de un vendaval de silencio
que apenas se llevó lo que ya no valía la pena
[o eso pensábamos]
La camisa planchada,
el juego de café a juego con el mantel,
las pastas danesas perfectamente colocadas esconden
el piso de abajo vacío
y el reloj
parado
en una hora como otra cualquiera
a ojos de nadie.
Las pilas dirás,
cualquier día olvido la cabeza por ahí.
Las pilas dirás,
y dos veces al día seguirá siendo el momento exacto
en el que seguías peleando dentro del absurdo
juego de la vida,
absurdo como el juego de café.
Jorge M. Molinero, de La cuarta hija de Rosa (La penúltima editorial, 2016).
y dos veces al día seguirá siendo el momento exacto
en el que seguías peleando dentro del absurdo
juego de la vida,
absurdo como el juego de café.
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