jueves, 24 de octubre de 2013

ORFANATOS Y BISACODIL. Mikel García




Sábado noche. Para un veinteañero esto significa fiesta, alcohol, follar, drogas, masturbarse en Chatroulette… Pero para mí, desgraciado de mí, significa trabajar hasta bien entrada la madrugada en el McDonal’s del centro. Es una manera más de pagar el alquiler.

Pensé en hacerme chapero ya que, aun con todo, te dan por culo menos que en este sitio, pero decidí que el sexo anal forzado no era para mí.

Lo que aprendes en este lugar de Happy Meals y Big Macs, es a creer en los milagros. Si no, no se explica cómo al «hombretón» de doscientos kilos sentado en la mesa cinco y que viene a cenar aquí todos los días, a ese que no mastica la comida sino que la engulle, no le hayan reventado las arterias y el corazón de toda la basura rica en colesterol que come aquí.

Tampoco se explica cómo el chaval de la mesa siete pueda estar tan delgado cuando viene tres o cuatro días a la semana a comerse cuatro Happy Meals para poder conseguir todas las figuritas coleccionables del Caballero Oscuro que vienen de regalo con el menú. Ni lo de la anciana de noventa años a la que no le ha dado un infarto después de comerse una Cheese Burger grasienta con patatas fritas y McFlurry de postre.

De un modo u otro, creo que este lugar es una especie de Lourdes del mundo de las hamburgueserías. Un santuario. Puede que este lugar, además de mugre y suciedad, también tenga algo mágico, místico. Pasen y vean.

Somos cuatro los lacayos que trabajamos aquí: para empezar, tenemos a Francis, un imbécil integral que se hace llamar MonsterCock 69 en su cuenta Premium de Fuckbook. Tiene como foto de perfil la imagen de un pene erecto de unos veinticinco centímetros que, obviamente, no es suyo y manda invitaciones de amistad a todas las chicas jóvenes que aparecen desnudas o semidesnudas en su foto de perfil. Cada vez que dice ir al baño a «plantar un pino», en realidad, se conecta a su cuenta de Fuckbook desde su iPhone y se casca una paja con una mano mientras que con la otra chatea con una neoyorquina que no para de decirle que está caliente y que se está venga a tocar aquí y allá.

Una vez, volvió del baño con la mano llena de esperma blanquecino y se puso a manipular la comida.

—Tío, límpiate las manos antes de tocar la comida —le dije.

Y contestó:

—¿Qué más dará? ¿Es que acaso te la comes tú?

Luego, tenemos a Tracy, también conocida como «La Melones ». El porqué del apodo salta a la vista: dos tetas como mi cabeza de grandes. Y el encargado, un hombre cuarentón que se pasa por aquí de vez en cuando (cuando le sale de la punta del nabo más bien), sabe explotar eficientemente este par (enorme par) de cualidades de Tracy. Le hace llevar camisetas de licra ajustadas y con mucho escote, tan prietas que apenas dejan que el oxígeno llegue a sus pulmones. Unas camisetas que dejan el 80% de sus pechos al descubierto así como su terso ombligo.


Esto es algo que no soporto. Me parece indignante que el encargado obligue a la Melo… a Tracy a vestir camisetas tan prietas y pequeñas que no dejen lugar a la imaginación. En más de una ocasión, he estado a punto de acercarme a él y atacarlo con mis diatribas feministas de mi época de instituto, pero a la hora de la verdad me lo he pensado mejor ya que, cuando uno se masturba, un buen recuerdo (como las tetas todo prietas de «La Melones») puede ser infinitamente mejor que el video más visto de Pornhub. Además, no voy a negar que me alegra la vista todos los días. ¿Y esa cara? ¿Qué pasa? ¿Es que nunca has visto a un hipócrita?

Y por último tenemos a Dave. ¿Qué podría decir yo de Dave? Un buenazo, guapo, encantador, con mucha labia, seductor… Dios, que ganas de partirle la cara de una hostia. Lo odio, es lo más tedioso que he conocido en toda mi puta vida. Como masticar cristal. Como darse descargas eléctricas en la polla. El mero hecho de mirarlo me provoca tal repulsa que me entran ganas de arrojarle el aceite hirviendo de las patatas fritas a su bonito rostro.

El muy cabrón se tira el rollo de que de niño era muy pobre para llevarse a la cama a todas las tías. Al parecer, se crío en un barrio marginal o gueto de Detroit. Según cuenta, su padre, un alcohólico y maltratador, abandonó el hogar familiar al de poco de nacer el pequeño Dave, dejando a éste y a su madre sin nada, en la absoluta ruina. La madre entró en una depresión y se enganchó al caballo, o a la coca, o al speed (no recuerdo bien) y empezó a desatender a su querido hijo Dave para irse a jugar al bingo con el fin de conseguir algo de pasta para su próxima dosis. Nunca tenían para comer, la madre se gastaba en drogas lo poco que ganaba en el bingo. Esta situación se prolongó varios años hasta que los servicios sociales le quitaron la custodia del niño y Dave se crió desde entonces en orfanatos de mala muerte.

Al menos, eso es lo que él dice. Yo no me creo una palabra.

En mi opinión, es un rollo que suelta a las chicas para ligar con ellas.

—Yo quería ayudarla —suele decir —A pesar de que nunca estuvo ahí, yo quería ayudarla a que se pusiese bien, a que dejara la droga. Pero los servicios sociales no me dejaron, me llevaron con ellos separándome de mi propia madre.

Aquí es cuando a las tías se les caen las bragas y tienen claro que se lo van a follar.

—Pero con mi esfuerzo y el sudor de mi frente conseguí salir adelante —dice —y tener todo lo que tengo en la vida.

¿Todo lo que tiene? ¡Por el amor de dios! ¡Pero si trabaja en el McDonal’s igual que yo! Ni que fuera Bill Gates…

—¿Qué tal va el fin de semana? —me pregunta el muy asqueroso cuando entra al restaurante para comenzar con su turno.

—Hasta ahora bien, gracias.

Hay un silencio. Sabe que no lo trago y eso le jode un huevo ya que soy el único que le arrancaría la cabeza. Para todos los demás es un chico adorable. Para mí es como la gonorrea.

—Pues mi finde se presenta estupendo —dice —Antes he estado echando unas canastas y mañana…

—No me interesa —le corto, y atiendo al cliente que espera en el mostrador.

El tío al que atiendo me pide una Big Mac con patatas y Coca-Cola. Le sirvo lo suyo, pero añado un ingrediente secreto: en la Coca-Cola diluyo un buen chorro de Bisacodil sin que nadie me vea.

Para los que no tengáis un tío farmacéutico ni sufráis de estreñimiento, os diré que el Bisocadil es un laxante, más concretamente, un laxante estimulante, es decir, uno de los tipos de laxante más potentes del mercado. Son tan fuertes que si se abusa de ellos pueden causar adicción y daños en los tejidos del intestino. Cuando se abusa de su consumo, el intestino se vuelve dependiente de dicho laxante haciendo que las paredes intestinales se contraigan y que la mierda deje de fluir por tu colon si no es con la ayuda de los laxantes.

Lo que va a ocurrir a continuación, es que, todas aquellas personas a las que he vertido laxantes en sus bebidas (que son muchas), van a sentir unas ganas enormes de cagar de un momento a otro y van a ir corriendo al baño. A evacuar litros y litros de diarrea que caerá en todas las direcciones. Algunos puede que acierten y el chorro de mierda líquida caiga dentro de la taza (excluyendo los furiosos salpicones), pero la mayoría no será capaz de controlarlo y la diarrea acabará estrellándose contra el suelo del baño o la taza del váter. Algunos ni si quiera serán capaces de llegar al baño y harán sus necesidades encima.

¿Que por qué lo hago? Pregúntale a Dave a ver a quién le toca limpiar los baños hoy después del curro.






Relato incluido en el libro del autor Poetas, estrellas del porno y otros relatos indecentes.


Ediciones Lupercalia

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