He celebrado, como hace
tiempo no lo hacía, con la lectura de Herta Müller. Y no por las connotaciones
políticas de su obra, creo resultado y no motivo de ellas. Celebración porque
pasó mucho, desde las lecturas de Bruno Schulz e Isaak Babel, en que una prosa
no ejercía sobre mí, lector, tal fascinación.
Sé que su premio Nobel
despertó suspicacias e inundó de críticas los diarios del mundo. Leí en The
Guardian que incluso desmerecían su escritura como básica, entre otras cosas.
Allá cada quién con su derecho y su ilustración, lo cierto es que En tierras bajas me causó estupor,
desasosiego, hasta desesperación, mientras en medio de esos negativos
sentimientos corría el hilo de apreciar una inmensa belleza narrativa,
melancolía de tonos grises y húmedos, sombríos y torvos como solo existen en la
Europa Central. Me acordé de un digamos paisano suyo, el poeta Paul Celan,
porque ambos autores trashuman por una suerte de maledicción eterna, algo
abrupto y sin fin, que van relatando con sobrecogedora y terrible belleza.
Paradojas que el arte suele conceder.
Han dicho que si no se
sabe el por qué de la presencia suaba en Rumania, o de la sajona en
Transilvania, y la magyar en el país en general, los textos de Herta Müller no
se pueden comprender. Nada más falso, porque a pesar de existir la mácula (en
este caso) étnica, los relatos podrían caracterizar no solo a las minorías de
cualquier lugar, sino a los desposeídos en su totalidad. Se da que en ella fue
Rumania, perteneciendo la autora a los escasos suabos del Banato, colindante
con Serbia y Hungría, y en un régimen de esclavitud y terror como el comunista
de Nicolae Ceaucescu.
Cómo dudar que los
relatos que conforman En tierras bajas
causaran molestia a las autoridades rumanas. La primera premisa del comunismo
soviético fue la de aparentar el paraíso, a pesar de que hambre, falta de
libertad, ausencia de comfort y de futuro, hacían estragos entre sus “felices”
ciudadanos. Me recuerda el filme de Cristian Mungiu: Cuentos de la Edad de Oro (Rumania, 2009), que desmitifica las
falsas verdades del régimen y parodia su manera de esconder la realidad. La era
dorada jamás existió, a no ser que sus personajes perteneciesen a la élite
servil y espía que los preservaba. Pero el filme de Mungiu aborda la tragedia
desde un punto de vista jocoso, mientras que Müller lo cuenta de manera más que
trágica, desesperanzada.
Algún oficial de la
policía secreta de Ceaucescu declaró que la escritora mentía, que aprovechaba
la situación para obtener crédito literario, que exageraba en su condición de “perseguida”.
En tierras bajas no es un ataque al
gobierno. No uno directo. Una niña relata su entorno familiar, vecinal,
geográfico, concreto, onírico. Lo que describe no es por supuesto lo que
llamaríamos una familia modelo, un poblado idílico, inmejorables circunstancias.
Muy por el contrario, todo parece estar de cabeza. El pueblo, como la mayoría
de los villorrios del mundo, hierve de envidia, alcoholismo, violencia familiar,
de género; pobreza endémica. Lugar donde no cabe la esperanza, donde lo más
sencillo es acunar vileza, abyección. Entonces, perteneciendo esta geografía a
un país preciso, donde una ideología determinada pone énfasis en la cuasi
perfección de sus condiciones de vida, lo de Müller equivalía a despiadada
denuncia.
Cuando Jorge Amado y
Zelia Gattai, su esposa, retornaban a Brasil luego del exilio en los países
socialistas, el autor había cambiado. No lo decía porque era reservado o
demasiado buen militante, y no quería hablar sobre lo que más había oído que
visto en el edén socialista: tortura, ausencia de libertad de expresión, el
comunismo opuesto a sus presunciones, a sus bravatas paradisíacas e
igualitarias, que no existían. Dice un columnista brasilero que a partir de
allí Jorge Amado se hace grande y universal escritor; desde allí sus mujeres
soberbias, el color, el festejo. El abandono de Amado de una literatura, quizá
una posición, de compromiso era a su modo bofetada a la falsía que lo
entusiasmó. En Herta Müller, víctima porque nace dentro del monstruo, es
conciencia de que las cosas no van bien, no funcionan.
Cito a la Nobel de
Literatura 2009: “Y yo sigo pensando que la Virgen María no es una auténtica
Virgen María sino una mujer de yeso, y que el ángel tampoco es un ángel de
verdad, ni las ovejas son verdaderas ovejas, y que la sangre no es más que
pintura al óleo”. Podría servir de descripción de la Rumania con la estrella
roja. Nada era lo que parecía ser. Se había instalado un decorado que se
extendía desde Bucarest hasta Moscú, de utilería, que no aguantó un soplo de liberación
que terminó barriendo la teoría y la escasa práctica en un tris.
Sin embargo, y lo repito,
Herta Müller no me sorprendió por cierta sofisticación de disidencia. No puedo
deshacerme de preferencias que han hecho de la literatura europea central y
oriental mis favoritas. Crecí con Polonia -Sienkiewicz- en la mesa de noche, y
con las letras judías que siempre formaron parte de ellas. Gocé con Bashevis
Singer como lo había hecho atrás con Scholem Aleichem. Sentí junto a Kafka
fascinación y asombro por los judíos orientales, pero también por los que como
él habitaban las urbes letradas del centro. Mas no únicamente los judíos:
estaban los checos, los rumanos, los húngaros desde mis primeras lecturas de
Mor Jokai; búlgaros y alemanes; austriacos ni qué decir; polacos, y entre ellos
cada uno de sus grupos específicos, fuesen silesios, suabos, valacos… Los
rusos, incluyendo ucranianos, rusos blancos. Müller me lo trajo de regreso:
penumbra, humedad, miseria, lo viscoso que está en Panaït Istrati como en ella.
Misterio.
18/09/12
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