para Isabel, que respira humanidad y natura
Me canto a mí mismo
y lo que yo acepto tu aceptarás
pues cada átomo de mí es también parte de ti
Walt Whitman
Con todo lo erróneo que pueda parecer a los grandes próceres de las letras y aledaños, siempre he considerado a Whitman el padre todopoderoso de la lírica norteamericana. Whitman, y su canto al hombre nuevo y libre del que enseguida se adueñaron los líderes/dueños de esa nación mundial que, si alguna valía tiene es, justamente, la de ser mundial y carecer de esas raíces que hoy, unos y otros, ensalzan para revivir el lodo en que deberían haberse hundido, hace tiempo, las nacionalidades. Me enredo, cuando sólo quería decir que Whitman cantó al hombre (o mujer, u «hombra», vete tú a saber a qué vericuetos lingüísticos nos llevará esta corrección política actual, que nada corrige y todo lo impone), inventándole un lenguaje nuevo en que explicarle como ración esencial del gran banquete de la naturaleza, advirtiendo de la inevitable comunión de ambos. He ahí, en dicha comunión, según el bardo, la esencia del hombre nuevo.
Whitman sabía que el hombre desorienta las mariposas que andan prestas a enredarse en la barba desaliñada del que nada tiene que hacer más allá de vivir y sentirse vivo. Whitman no entendía de sexos ni correcciones políticas. Así, le brotaba un zagal entre las piernas, suturando ladridos de esperma con la aguja de descoser sonrisas, o una sonrisa de algodón, entre los labios nervio negro, rimando ¡aleluya! con el crujir del látigo que anticipaba nuestro mantel de mediodía con usuras de maíz tostado. Whitman, y aquel canto a mí mismo que nos canta a todos nosotros, por más que nos empeñemos en olvidarlo. Después el hombre, para serlo, aprendió que no le quedaba más remedio que ir pagando, a lo largo de su vida, diversos peajes. O alguien se lo enseñó, y él aceptó de buen grado tan perversa docencia.
Hoy, a falta de una Venus de las pieles dispuesta a tricotar franelas con las propias, me monto un Sacher-Masoch imbécil y casero mirando la "información" televisiva, y así descubro que uno de esos automóviles que ya nos advierten del futuro inmediato, uno de esos que no necesita conductor, ha atropellado, con resultado defunción, a una ciudadana norteamericana. No han dado el nombre de la fallecida, al fin y al cabo es norteamericana, y no ha sido violada ni violentada ni asesinada a sangre fría, como esos niños que, aquí, en esta España de crucifijo y guadaña, rellenan los noticiarios y alimentan la voracidad mala baba de bocas desastrosas y contabilidades políticas. Sólo han dicho, en televisión, que la fallecida era ciudadana de un pueblo de Arizona y... ¿dónde coño (perdón por la incorrección) está Arizona? El caso es que la industria automovilística avanza inventando coches que no necesitan conductor, y que la presentadora de los informativos patrios ha advertido que el atropello se considera, por parte de la industria, un peaje tecnológico... sí, así, lo cursivo para llamar la atención sobre la capacidad lingüística de quien quiera haya inventado la expresión. ¡Qué hallazgo!, pura poesía: peaje tecnológico. Bravo por la lengua, sus avances y su lírica de arritmia. La televisión nos especifíca la poca importancia que tiene la muerte de dicha mujer atropellada, pero lo hace reinventando el lenguaje, como lo hiciese Whitman para cantar al hombre nuevo. La televisión, siempre, corrobora lo que Sartre avanzase en los periódicos de su tiempo. Que la vida no es esencia, o sea, sino sólo existencia... hasta que desaparece bajo los errores de frenado inepto de la tecnología, y muere atropellada. He ahí la esencia, sobre el asfalto.
Después, el noticiario, ha dado paso a las mentes pensantes del I+D+I (investigación y tal, pero debidamente adaptado al lenguaje actual) automovilístico, permitiéndoles cantar las bondades de ese futuro que ya es hoy, un futuro en que los coches no precisarán chófer de levita ni de traje corbata. No precisarán conductor alguno. El progreso, ¡albricias!, el progreso. Y esa mujer atropellada ya sólo es silueta de tiza que floreció en el asfalto como una primavera temprana. Igual que aquellos ciudadanos con que los grandes emporios germanos del automóvil experimentaron los efectos del dióxido de nitrógeno. A ellos, les floreció una puñalada de gasóleo en los pulmones y, ahora, descansan junto a la mujer atropellada, en los arcenes de la historia. ¡El progreso! El progreso recaudando sus peajes tecnológicos, qué grandiosa creatividad la del lenguaje humano, ahora que lo pensábamos oxidado tras dar con aquel otro brillante hallazgo de los daños colaterales.
Pienso en Whitman, y me pregunto si no estaría equivocado, el poeta, si la verdadera comunión del hombre nuevo no habría de ser con la máquina, en lugar de con madre natura. Así, al igual que los cuerpos de nuestros ancestros son peaje que fermenta la tierra que nos dará de comer, hoy serán los cuerpos de atropellados y enfisémicos los que alimenten la máquinaria que viene para hacernos la vida más cómoda, más nutritiva. Y esos daños colaterales, vestidos de metralla cuando debieran hacerlo de primera comunión, por ejemplo, considérense necesarios peajes tecnológicos. De hecho, hasta el propio Whitman lo comprendió. En caso contrario, jamás hubiese exclamado:
¿Te han dicho que era bueno vencer?
Digo, también, que es bueno caer… las batallas se pierden
con el mismo espíritu con que se ganan
¿Con qué espíritu estamos perdiendo esta batalla?, lo sé, preguntará alguno. Pero, qué más da, cuando están en juego el progreso y el albor del hombre nuevo.
Pablo Cerezal,
Postales desde el Hafa
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