Le gustaba Serge Gainsbourg. Y Calamaro. Y Miles Davis, El Concierto de Aranjuez, lo primero que escuché en su coche aquel 27 de agosto. Lo seleccionaba torpe y nervioso, lo ponía para mí pero no quería que se notara. Había tardado un ratazo en encontrar el coche. Ni se orientaba ni recordaba casi nunca dónde lo había dejado.
Tenía debilidad por lo francés. Cuando decía Francia o francés, lo hacía con acento. Su autor de cabecera, Céline. Su tipo de mujer... ésa decía que era yo. Contaba que, al verme, sufrió un coup de foudre. Y así seguía, aún después de haberlo yo dejado a los pocos meses de intentarlo, a la vuelta de un viaje al sur penoso para los dos. Estaba intentando no fumar y se mostraba sin chispa, desorientado, como faltado del más elemental sentido común. Irritable. No acertaba a razonar ni las cosas más sencillas. Decía que veía caras por la calle que le daban miedo. A la vuelta, desde el aeropuerto, horas para orientarse y encontrar, cargados con las maletas, el local de fumetas donde celebraban el patético fin de año sus amigos. No aguanté mucho. Me quise ir. En el metro, abarrotado, casi me asfixio.
Un mes, dos meses, gloriosos. Poco a poco, decepcionante. Fumar y fumar… fumar y fumar… “Yo sé cuándo tengo que dejarlo” decía. “Yo me conozco”. Sin hacer casi nada. Sentado en el sofá, youtube y porros. Dejando un reguero detrás cada vez que hacía cualquier cosa. Flipado, a 40 por la carretera, quejándose de que los otros corrían demasiado.
Pero era mi devoto amigo y amante. Cualquier cosa, buena o mala que yo hiciera, la aceptaba y la celebraba como proveniente de alguien único y especial. Y bastaba que abriera la boca para intentar, intentar… complacerme.
Olvidaba lo más básico pero me traía pastelillos del moro y batido de granada porque me gustaban. Y garrafas de agua para que bebiera bueno y no me cansara trajinando.
Cuando volvía de su casa, venía siempre con alguna cosa: un cuadro de autor, un salero, un jarrón, un resto de ensalada…
Y me llamaba. Aún después decía que lo nuestro era un combate y que estábamos en el segundo asalto. Que tenía que volver con él. Y se buscaba la manera de estar por aquí y pedirme que comiéramos juntos, que le dejara dormir en casa.
Como aquel 14 de septiembre. Me contaba mientras yo tomaba despreocupada el sol, sobre la marcha de su novela, como siempre exagerando el entusiasmo de los otros y las expectativas de lo que estaba haciendo y nunca acababa. Que se iría al sur un tiempo a trabajar con un librero, que si nos podíamos ver el próximo sábado, que estaba por aquí y podía traer algo para comer... lo de siempre. Y yo, como siempre últimamente, dando largas, contándole mis peripecias con el negocio en que andaba y el estropicio que le hice a uno en el pelo intentando adecentarlo . Y se reía admirado “Cómo una mujer tan pequeña y pizpireta puede ser tan tremenda…”
Nos despedimos. “Ya hablaremos. Ya veré si estoy el sábado”.
Y fue a dormir y se murió. Con la tele encendida. Con la gata encima. Sin destaparse ni moverse. Ya. Se acabó.
Y recordé el día que me encargó que no hubiera flores en su entierro. Ni parafernalias ni movidas. Y que se hubiera molestado si me hubiera puesto triste por una cosa tan normal y natural como morirse. Y recordé aquello tan especial, tan humilde y generoso que vi en él la primera vez. Y vi que no había sido una fantasía. Y que, quizá como a veces le decía en los momentos en que me enternecía recordando, lo nuestro era un amor platónico, en el que sobraban los cuerpos y todo lo que comportaban.
Y se me ocurre ahora que quizá el muy tuno tuviera más razón de lo que parecía y esto no sea más que el tercer asalto. Y me esté esperando, ya sin cuerpo como yo necesitaba, a ver si así…
Maya Mukti
No hay comentarios:
Publicar un comentario