Ya no hay dinero para los valientes, ni recuerdo, tampoco honor, ni siquiera un cobarde recuerdo. Tampoco hay canciones para mancos, ni cojos, tampoco ciegos, ni siquiera un tono fugaz. El sombrero, rojo, goteaba lejos del perchero. Ya no hay silencio para las voces, ni pausa, tampoco olvido, ni siquiera un murmullo entre los dientes. De pronto, el grito es el castigo a los hechos. Ya no hay movimiento real entre la multitud, ni nadie quiere observar porque mirar lo ajeno es repetirse. Ya no quiere una respiración en el pecho, libre e incómoda, ni siquiera un gesto, tampoco un bostezo, y al sostener la moneda entre los dedos, ríe. El precio de la humildad, el precio de la libertad, el precio del silencio, el precio de la vida, el precio de la muerte, el precio de un objeto. Ya no hay arrepentimiento para los errores, ni tachones, tampoco olvidos, ni siquiera un deshecho posible. Ya fue, después, sólo pudo quedarse quieto.
El humo es como el ruido, avisa. Los cordones caen sobre los azulejos en un curva que destroza el intento de velocidad. Hay una fregona, furiosa, rápida y nerviosa, amenazando sus zapatos. Al final de la botella, en plástico, apenas un trago de leche fría. La taza golpea la madera y queda quieta. La cuchara golpea la madera y queda quieta.
-¿Friegas?
-Evidente -responde ella.
-¿Ahora?
-Con prisa. Por favor, ¿te apartas?
-Me serviré café. Leeré el periódico. ¿Puedo?
Ya no hay tiempo para las agujas. Tampoco respuesta. El reloj de su muñeca siempre arranca pelos, pica, pero él sólo sonríe y gira la mano porque todo a veces necesita de nuevo acomodarse. El azúcar cae de la cuchara sin saber el destino, como el ser humano al morir. “Bajo tierra, mamá, todo es más sencillo, ¿verdad?” Nunca debió morderle el brazo y arrancarle la piel, pero ella le escondió los regalices rojos. Después, la bofetada le hizo sangrar la nariz.
-Llegaremos tarde.
-El rojo es mi color favorito -da vueltas al café-, ¿cuál es el tuyo?
-¿Ahora mismo? -Golpea el suelo de los armarios con música, percusión, ruido, y el rodapié de la esquina de un armario de la cocina se hunde- ¡Mierda! La prisa, ahora mismo ese es mi color favorito.
-Siempre es tarde para ti. ¿Cogiste mi cartera?
-El niño juega con ella, pregúntale.
Cuando bebe café, sorbe. Sorbe porque quema. Sorbe porque el sonido le recuerda a aquella dulce melodía de papá. Era un casete en una radio gris de dos altavoces redondos. Fumaba demasiado, tanto, que al recordar ya no recuerda la nitidez de su rostro. “Papá, David me ha dicho que la heroína es buena para componer una canción. Que siempre sonará mejor. ¿Es verdad?” Bajó el periódico por debajo de su nariz, y con diecisiete años y trece días le levantó ambas mangas de la camisa sin desabrochar. Los dos botones de las muñecas rodaron por la alfombra. Desaparecer de la realidad ayuda a enseñar un mundo distinto; difícil acertar qué es bueno. Quizá el café le estaba despertando.
-Lo odio. ¿No pensarás ponerte eso?
-Eso tiene un nombre.
-¿Y?
-Se llama…
-Bébete el café, por favor, ya. -Retuerce la fregona una, dos, tres y cuatro, y las gotas son grises- No quiero llegar tarde otra vez.
-Quiero mi tiempo. -Frente a la mesa, retira la silla, la arrastra, sienta su cuerpo, no apoya la taza y abre el periódico.
Al final los niños juegan a la pelota y las niñas compran muñecas. Los niños corren y las niñas saltan. Distintos. Ellas tienen un agujero, ellos tienen un pene. Encajan, y sin embargo, ya no todo el mundo quiere encajar en el mismo sitio. Hay un cambio en la libertad de los seres humanos. Libertad como sinónimo de bondad. Ya nadie quiere sonreír sin una sonrisa. Sonreír es como hacer el amor, una necesidad. Ella, entonces, rompe, y en mil pedazos nadie sabe recomponer.
-¿Lo quieres?
-Suéltalo -Detiene la cuchara en medio de la taza y levanta su cuerpo.
-Es preciosamente asqueroso. -Lo acaricia malévola pero no sonríe.
-Suéltalo.
-¿Imaginas que muerdo?
-Suéltalo.
-¿Imaginas que rompo?
-He dicho, su-el-ta-lo -Dice sin mover la taza de su posición entre las dos manos.
-¿Imaginas que quemo? -Sostiene un mechero que ha sacado del bolsillo del delantal.
-Suéltalo.
-¿Imaginas que piso?
-Suéltalo.
-¿Imaginas?
-Nunca imagino.
La velocidad es como el tiempo, a veces, imperceptible. Todo es una pista, y ella, al sacar el codo y hundir la barbilla pone un zarpazo de miedo en él y la taza resbala de entre sus dedos. El sombrero rueda despacio mientras la cabeza de ella recibe un segundo golpe, esta vez contra el suelo, limpio, fregado, mojado. Él quiere mirar, quieto, como artista del hecho. Allí, con la taza rota entre sus zapatos desatados, mientras cesa el temblor en el brazo que sujeta la sartén, ve ensangrentarse su sombrero negro. Duele la sangre, como la primera lágrima. Introduce la mano libre en el bolsillo de la americana y sólo un papel. Diecisiete es una apuesta. La carrera de perros, anoche, mirando el césped sin un sólo nervio, fue el último tiempo perfecto. Cobarde, no sabe ponerle valor a la muerte de su sombrero.
Daniel Diez, de El País de la Gominola.
1 comentario:
Un énorme placer estar aquí, leerme. Espero que disfruten de la lectura.
Gracias por esta dulce resaca de viernes...
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