jueves, 11 de julio de 2013

aMoremachine: Prólogo.


Honesto. Según María Moliner, «aplicado a las personas y a sus palabras o actos, incapaz de engañar, defraudar o apropiarse de lo ajeno». Adjetivo, añado yo, que con frecuencia se utiliza en la poesía contemporánea para definir a un autor y a su obra. ¿Pero cómo podemos estar seguros de qué es la honestidad en poesía? ¿Hemos siempre de conocer al autor para comparar entre su voz poética y su existencia fuera de los versos? ¿Hay algún test que podamos hacer al poeta o a sus poemas que demuestre su calidad de honestos? ¿A mayor desgarro e intimismo igual cantidad de honestidad? Créeme, lanzo estas preguntas sin haber llegado a ninguna respuesta. O mejor dicho: la única que he encontrado es la que me dicta mi instinto. Y él me dice que no hay postura ni fingimiento, voluntad de engaño o fraude, en el poemario que nos ocupa. Hay un hombre hablándose y hablándonos, rindiendo cuentas, desgranando la herencia recibida –aquí sí– y la entregada. Hay una conciencia de humanidad que se relata a sí misma, que más allá de no querer ser olvidada, no quiere contribuir al olvido ni ser su cómplice. No hay striptease, sino desnudez. Valga como ejemplo el poema «Manchas difíciles», en el que una imagen ya tópica (tinta=sangre) se lleva a las últimas consecuencias y acaba siendo un homenaje a todo lo que está a punto de perderse pero merece ser salvado. O ese otro en el que Gsús deja claro qué es aquello que le mantiene en pie: «sabemos de la raíz/–mata de pelo inmensa–//el coño/de nuestra madre». No puedo imaginar cuándo ni cómo ha podido sonar más hermosa y más sincera, más gráfica y a la vez más pudorosa, la palabra coño. Cuándo ha podido estar investida de mayor dignidad. 

Nunca han faltado honestidad y dignidad en la obra de Gsús. Le leo desde aquel autoeditado El Forro; después siguieron Ovejas esquiladas, que temblaban de frío(Bartleby Editores) y Menú del día... a día (Baile del Sol) y mi Padre, el rey (La Baragaña). No creo exagerar si digo que pocos autores contemporáneos han tenido un crecimiento tan extraordinario, tan visible libro a libro, hasta llegar a la madurez, la coherencia y la originalidad de este nuevo poemario. A tener eso a lo que todo escritor aspira: una voz; y lo que es más, una voz que, aunque reconocible, nunca se convierte en previsible ni autocomplaciente. Sus lectores atentos saben cuál es la marca de la casa: nunca se sabe qué esperar de él. Salvo que nos emocione y que nos sorprenda.

Cada verso, cada poema es una esquina tras la cual no sabemos lo que aguarda. Nada que ver con el placer de epatar por epatar o de contribuir al caos. Gsús habla del reverso que está presente en lo que nos acontece cada día. De la canción que nos ponen a todas horas y que acabamos tarareando por inercia e impotencia, pero esta vez cantada al revés. Y de repente nos damos cuenta de que es al revés cuando la letra cobra sentido; cuando nos llega el verdadero mensaje. Algo muy cercano a la verdad. Lo sabemos porque nos hace dejar de bailar para lanzarnos de bruces a los brazos del estremecimiento.

No encontramos nada trillado ni dado por sabido en este poemario dedicado a las mujeres, a los nadies, al amor, a la rabia, a la supervivencia, a la resurrección. A las cosas importantes vistas desde la perspectiva de los que no importan y que tienen su mayor tesoro en la memoria y en la apertura de los ojos para seguir mirando el presente. La expresión que elige Gsús está hecha de fragmentos entrecortados, como si a cada momento se parara a tomar aire, a profundizar un poco más, hasta llegar a aguas más claras –o al lodo. Cuando más confiado está el lector, hay un 9 quiebro, un giro, una ruptura, una imagen sorprendente, imprevisible. De esta forma la lectura se convierte en una experiencia viva, inagotable: cada sentido se dispara en varias direcciones. Por eso Gsús resiste, merece y pide una relectura como pocos poetas de su edad y trayectoria. Incluso con una coherencia temática como la que tiene el poemario –el amor a la madre, a la compañera y a la hija vertebran sus tres partes–, las capas de significados son múltiples y van desde el poso más íntimo y biográfico hasta la historia más común y universal. Dicho con sus palabras, podríamos afirmar que conviven en sus versos «el desorden y la precisión».

A Gsús no siempre se le entiende a la primera. La expresión quebrada, las distintas connotaciones, las imágenes sorprendentes hacen que la lectura de sus poemas sea una experiencia densa, turbadora. Su poesía es de las que se viven. Él tiene un poema alojado en la cabeza y sus heridas abiertas nos contagian. Siempre encuentra nuevas formas de expresar aquello en lo que ya estábamos de acuerdo desde un principio, desde antes de la palabra; pero si hay nuevas formas de decirlo, el acuerdo se expande, se multiplica, se convierte en más de lo que parecía, en algo más hondo, más ancho, más doloroso, más bello, más vulnerable, más humano. Hay todo un viaje emocional que va del amor a la madre a la compañera y a la hija, y que sigue su camino en una experiencia casi mística que se extiende a sus semejantes. Sin olvidar el odio y la rabia hacia los que lo amenazan.

A un mundo agredido y violentado, Gsús responde con versos amputados. Yo me imagino a Gsús recogiendo los cristales rotos que quizá alguna vez fueron espejo, recomponiéndolos sin poder evitar ya la imagen descompuesta, la cicatriz que nos corta el rostro reflejado. Y aplicado en su tarea con una sobriedad, una dignidad de artesano, de tal manera que casi no parece que crea, 10 sino que arregla, pega, cose, enmienda lo que otros destrozaron. No hay asomo de victimización en esta labor, ni por la dureza de lo asumido, ni por el sufrimiento que tan a menudo merece la sensibilidad, la atención, el estar vivo; sino más bien una piedad sobria, que honra rememorando con humildad de escriba, como un notario con alma. Hay también una tristeza del superviviente –tan indistinguible de la alegría– que nunca cae en el cinismo, ni en el sarcasmo, sino como mucho en una bienhumorada ironía. Gsús recuerda con cariño y compasión al que se equivocó y perdió, a los luchadores y a las víctimas que se sacrificaron en el anonimato.

No obstante la honestidad de la que hablaba al principio, hay contención en estos poemas, nada es gratuito, sino que está puesto al servicio del relato. No sé si llamarlo respeto, por uno mismo y por el otro, que restringe el recargamiento, lo ornamental, lo innecesario. Son los poemas sinceros de un hombre pudoroso, que dice que «la servidumbre/destrozándonos la vida/–continuamente–/ enmudecer a conveniencia. comprenderás». Son los poemas del ajuste de cuentas de quien nunca lo tuvo fácil, pero decidió –ayudado por la voluntad de otras– sobrevivir, sobreponerse, vivir de nuevo, ponerse a vivir. Con todas las consecuencias. Incluida el tener que contarlo, a modo de agradecimiento, advertencia o mapa. Los poemas de quien acepta que la primavera trae consigo los insectos, y les canta a ambos. De quien sabe que vivir mancha, y que en esta sociedad el amor a la vida, a nuestra vida, nos hace a veces cómplices y culpables. Y que unas migajas de felicidad pueden hacernos olvidar nuestra necesidad e incluso el dolor y la muerte de otros, a cuya costa somos felices.

A pesar de todas sus similitudes con anteriores poemarios de Gsús, en este se advierte una diferencia: hay una proyección hacia el futuro. Están la memoria, la herencia, el pasado de otros 11 poemas; pero también una nueva rabia, un nuevo amor, casi –con todo el miedo que puede darnos la palabra– una nueva esperanza. «Hicimos del agravio/un terreno/más bien áspero/que hoy toca defender». Quizá sea por la hija, pero también por los que ahora, mientras lees esto, luchan en la calle, se rebelan a la servidumbre, «honran la indocilidad». Celebrar la vida, condenar el mundo: estos poemas no escapan a lo que, considero, es la labor fundamental de todo poeta de nuestro tiempo. Vivir, ahora, es estar muchas veces a merced de impulsos contrarios: la tristeza y la alegría, la desesperación y la rabia, la maldición y el homenaje. Esto se ve claro en ese brutal poema de amor que comienza diciendo: «Haremos el odio». O en esa escena de sexo salvaje y surrealista en la que se cuelan unos marines. El dentro y el afuera, la belleza y el dolor nos acompañarán por igual, jugarán a los disfraces con nosotros, y a veces lograrán confundirnos. Abrir los ojos, querer ganarse un alma o un corazón, despertar de las anestesias no son juegos menores ni frívolos. Nos va la vida en ellos.

Termina el poemario con un poema en prosa titulado «Epigénesis » (Gsús nos aclara que la palabra define «en biología, la teoría según la cual los rasgos que caracterizan a un ser vivo se modelan en el curso del desarrollo, sin estar preformados en el germen»). Aplicado a sus versos, podría decirse que estos también modelan, a él, a su pasado y su herencia, a su futuro y su legado, a los nadies que leemos sus poemas y salimos de ellos recompuestos, juntos, más salvajes y más humanos. Haciendo el odio de tanto amor que nos desborda.


Prólogo para "aMoremachine [POEMAS DE CLARADEHUEVO]" (Ed. Escalera, 2013), de Gsús Bonilla. 

Por Ana Pérez Cañamares.

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