martes, 6 de noviembre de 2012

DE APIS Y TOLES. Claudio Ferrufino-Coqueugniot



  
Comienza con un muchacho que a los diez años, a las ocho en punto, termina sus clases en la Alianza Francesa. Hoy hablaron de La maja desnuda y la profesora dijo que no le parecía copiada del natural, por la posición de los senos. Poco puede saber el chico aunque le gustaría saberlo todo.

A las ocho y cinco, arreglados cuadernos, el volumen celeste de lengua francesa, se alista a partir. Cada día tiene unas monedas para tomar en la plaza 14 de septiembre un “quinientero”, taxi de quinientos que se convertirán pronto en cincuenta centavos con la devaluación. Pero prefiere caminar. En un año de ahorro forzado, de llegar más tarde a casa, ha ido formando su biblioteca: Verne, Gogol, Tolstoi, Sienkiewicz; la bahía de Hudson, la Perspectiva Nevski, los cosacos, Lublín.

Así salía de clases. Por unos años papá me tendría allí, reeditando sus lecciones con Madame Putifar y soñando con París. Por qué no, lo disfrutaba. Me sentaba a leer Paris Match en la antesala y a observar a una profesora joven, Elisabeth Michenot, que resultaba más bella que el francés en su conjunto.

Remozaba los caminos de retorno para combatir el aburrimiento, y en la calle Baptista, bajo la sombra de los muros de piedra del convento de Carmelitas Descalzas, me detenía a tomar api solo, sin pasteles, en vasos largos, muy delgados en su base y anchos en la desembocadura. Api rojo hasta que me enteré que la otra olla era de blanco y desde entonces los combiné. Niño aún, el api sellaba una estrecha relación con la ciudad que jamás se ha diluido. A veces no estaban las vendedoras, quién sabe por qué, y me invadía el desasosiego. Peor en cierta ocasión que permanecí en la AF más de lo acostumbrado, por el cine gratuito del miércoles en que pasaban Orfeo Negro. Cuando en una escena apareció el personaje vestido con traje de calavera me estremecí y supe que con la muerte iniciaba una relación también muy estrecha. Caminé apresurado y deseoso del calor que traía la bebida y no estaban, no había nadie. De las antiguas paredes juré que me miraba el esqueleto del carnaval y corrí.

Eran dos caseras con dos mesitas y ninguna silla. Por lo general, los parroquianos se sentaban en los bancos de la plazuela Granado. Yo elegía el pegado al portón de la iglesia, como un acercarme a la tiniebla del pasado siendo el lugar más oscuro. Poco sabía de la Colonia entonces, pero intuí que los murallones sabían más de lo que mostraban. En la parte superior se vislumbraba una ventanilla de alabastro, opaca, y me gustaba pensar que alguien observaba, desde atrás, desde la historia.

Viajábamos con frecuencia a la Argentina. A veces en tren. Y entre la llegada del ferrobus desde Cochabamba a Oruro y la partida del ferrocarril a Villazón, teníamos horas para pasear y descubrir. Frente a la estación, o casi al frente, estaba el mercado con apis deliciosos. Dicen que viene de allí, de la frialdad del altiplano y el refugio que esta ciudad minera significó. Pero el maíz nace en el valle, acá no crece nada, pensaba, y no se me ocurrió hasta hoy preguntar.

En Ejutla, Jalisco, bien temprano al alba, las viejas preparan atole con higo. Humean tanto que se diría hay niebla. El atole es a ellos lo que a nosotros el api. Solo que lo han sofisticado que hasta hay en sabores de distintas frutas. La masa de maíz retostado, mezclada con piloncillo (azúcar morena), agua y cualquier aditamento extra produce un brebaje espeso, en ocasiones más que la bebida nuestra. En el caso del atole de higo no lo preparan, al menos que yo sepa, con el fruto sino con las hojas bien lavadas, a las que hierven en el preparado, hasta darle un sabor muy especial.

Conocí el atole gracias a que Ofelia, entonces esposa de mi amigo Israel, ambos de la sierra de Guerrero, me preparó por mi cumpleaños uno de tamarindo. Lo trajeron a casa y por días gocé del sabor de un líquido que en verdad era una reliquia. Purepecha, nahua, zapoteco, no estoy seguro, aunque la palabra viene del nahuatl atolli.

Cuando manejo por Aurora, o ya a esta altura del siglo por cualquier zona de las ciudades alrededor de Denver, siempre miro los carteles de desayuno que con tamales ofrecen champurrado: atole mezclado con chocolate, síntesis que tal vez mejor que ninguna representa dos de los pilares de las civilizaciones mesoamericanas. Como beberse el Templo Mayor de un trago.

México, que nos quieren vender como la tierra del asesinato, es mucho más. Que la presencia de la muerte se palpa en la corteza de los árboles, no hay duda. Se podría decir lo mismo de España. En Ejutla, cuando los vapores del atole llenan el aire, es posible también percibir la tragedia. En un mango de la plaza principal, durante la Cristiada, ahorcaron a un cura que convirtieron en santo. Cristo Rey cabalgó por allí, y los campesinos todavía se persignan. Pero sobre la muerte se alza el sabor, y el humo, del que afirman las viejas se queda en el atole que cocido con leña sabe a él, atole de humo.

Mi peregrinación por el maíz tiende a ser larga y variada. Hago énfasis en estas bebidas que aunque distintas suelen ser similares, como toda la paradoja latinoamericana. Han corrido cuarenta años entre ambos extremos. Siempre que voy a Cochabamba mi padre me lleva hasta el api, y la memoria no olvida el delicioso api frío con limón que mi madre preparaba en casa.

Ofelia se divorció de Israel. De niño él caminaba en los ranchos de la sierra sin huaraches y con escuadra (pistola). La vida de Estados Unidos les enseñó y los distanció al mismo tiempo. Extrañará los atoles de su mujer en la comodidad de su casa con cable color. Porque hay cosas que no se pueden olvidar, ni para el chico que estudiaba francés ni para el otro que recogía piñones de las alturas. Y aunque el tiempo hace difusas las imágenes, todavía quedan sombras en la memoria, apoyadas en el convento a la luz de velas, mezclando apis de color como en alquimia. O vahos en los que otras sombras agitan largos cucharones de palo revolviendo el atole.

Claudio Ferrufino-Coqueugniot 29/10/12

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