Comienza con un muchacho
que a los diez años, a las ocho en punto, termina sus clases en la Alianza
Francesa. Hoy hablaron de La maja desnuda
y la profesora dijo que no le parecía copiada del natural, por la posición de
los senos. Poco puede saber el chico aunque le gustaría saberlo todo.
A las ocho y cinco,
arreglados cuadernos, el volumen celeste de lengua francesa, se alista a
partir. Cada día tiene unas monedas para tomar en la plaza 14 de septiembre un “quinientero”,
taxi de quinientos que se convertirán pronto en cincuenta centavos con la
devaluación. Pero prefiere caminar. En un año de ahorro forzado, de llegar más
tarde a casa, ha ido formando su biblioteca: Verne, Gogol, Tolstoi, Sienkiewicz;
la bahía de Hudson, la Perspectiva Nevski, los cosacos, Lublín.
Así salía de clases. Por
unos años papá me tendría allí, reeditando sus lecciones con Madame Putifar y
soñando con París. Por qué no, lo disfrutaba. Me sentaba a leer Paris Match en
la antesala y a observar a una profesora joven, Elisabeth Michenot, que
resultaba más bella que el francés en su conjunto.
Remozaba los caminos de
retorno para combatir el aburrimiento, y en la calle Baptista, bajo la sombra
de los muros de piedra del convento de Carmelitas Descalzas, me detenía a tomar
api solo, sin pasteles, en vasos largos, muy delgados en su base y anchos en la
desembocadura. Api rojo hasta que me enteré que la otra olla era de blanco y
desde entonces los combiné. Niño aún, el api sellaba una estrecha relación con
la ciudad que jamás se ha diluido. A veces no estaban las vendedoras, quién
sabe por qué, y me invadía el desasosiego. Peor en cierta ocasión que permanecí
en la AF más de lo acostumbrado, por el cine gratuito del miércoles en que
pasaban Orfeo Negro. Cuando en una
escena apareció el personaje vestido con traje de calavera me estremecí y supe
que con la muerte iniciaba una relación también muy estrecha. Caminé apresurado
y deseoso del calor que traía la bebida y no estaban, no había nadie. De las
antiguas paredes juré que me miraba el esqueleto del carnaval y corrí.
Eran dos caseras con dos
mesitas y ninguna silla. Por lo general, los parroquianos se sentaban en los
bancos de la plazuela Granado. Yo elegía el pegado al portón de la iglesia, como
un acercarme a la tiniebla del pasado siendo el lugar más oscuro. Poco sabía de
la Colonia entonces, pero intuí que los murallones sabían más de lo que
mostraban. En la parte superior se vislumbraba una ventanilla de alabastro,
opaca, y me gustaba pensar que alguien observaba, desde atrás, desde la
historia.
Viajábamos con frecuencia
a la Argentina. A veces en tren. Y entre la llegada del ferrobus desde
Cochabamba a Oruro y la partida del ferrocarril a Villazón, teníamos horas para
pasear y descubrir. Frente a la estación, o casi al frente, estaba el mercado
con apis deliciosos. Dicen que viene de allí, de la frialdad del altiplano y el
refugio que esta ciudad minera significó. Pero el maíz nace en el valle, acá no
crece nada, pensaba, y no se me ocurrió hasta hoy preguntar.
En Ejutla, Jalisco, bien
temprano al alba, las viejas preparan atole con higo. Humean tanto que se diría
hay niebla. El atole es a ellos lo que a nosotros el api. Solo que lo han
sofisticado que hasta hay en sabores de distintas frutas. La masa de maíz
retostado, mezclada con piloncillo (azúcar morena), agua y cualquier aditamento
extra produce un brebaje espeso, en ocasiones más que la bebida nuestra. En el
caso del atole de higo no lo preparan, al menos que yo sepa, con el fruto sino
con las hojas bien lavadas, a las que hierven en el preparado, hasta darle un
sabor muy especial.
Conocí el atole gracias a
que Ofelia, entonces esposa de mi amigo Israel, ambos de la sierra de Guerrero,
me preparó por mi cumpleaños uno de tamarindo. Lo trajeron a casa y por días
gocé del sabor de un líquido que en verdad era una reliquia. Purepecha, nahua,
zapoteco, no estoy seguro, aunque la palabra viene del nahuatl atolli.
Cuando manejo por Aurora,
o ya a esta altura del siglo por cualquier zona de las ciudades alrededor de
Denver, siempre miro los carteles de desayuno que con tamales ofrecen
champurrado: atole mezclado con chocolate, síntesis que tal vez mejor que
ninguna representa dos de los pilares de las civilizaciones mesoamericanas.
Como beberse el Templo Mayor de un trago.
México, que nos quieren
vender como la tierra del asesinato, es mucho más. Que la presencia de la
muerte se palpa en la corteza de los árboles, no hay duda. Se podría decir lo
mismo de España. En Ejutla, cuando los vapores del atole llenan el aire, es
posible también percibir la tragedia. En un mango de la plaza principal,
durante la Cristiada, ahorcaron a un cura que convirtieron en santo. Cristo Rey
cabalgó por allí, y los campesinos todavía se persignan. Pero sobre la muerte
se alza el sabor, y el humo, del que afirman las viejas se queda en el atole
que cocido con leña sabe a él, atole de humo.
Mi peregrinación por el
maíz tiende a ser larga y variada. Hago énfasis en estas bebidas que aunque
distintas suelen ser similares, como toda la paradoja latinoamericana. Han
corrido cuarenta años entre ambos extremos. Siempre que voy a Cochabamba mi
padre me lleva hasta el api, y la memoria no olvida el delicioso api frío con
limón que mi madre preparaba en casa.
Ofelia se divorció de
Israel. De niño él caminaba en los ranchos de la sierra sin huaraches y con
escuadra (pistola). La vida de Estados Unidos les enseñó y los distanció al
mismo tiempo. Extrañará los atoles de su mujer en la comodidad de su casa con
cable color. Porque hay cosas que no se pueden olvidar, ni para el chico que
estudiaba francés ni para el otro que recogía piñones de las alturas. Y aunque
el tiempo hace difusas las imágenes, todavía quedan sombras en la memoria,
apoyadas en el convento a la luz de velas, mezclando apis de color como en
alquimia. O vahos en los que otras sombras agitan largos cucharones de palo
revolviendo el atole.
Claudio Ferrufino-Coqueugniot 29/10/12
No hay comentarios:
Publicar un comentario