Mi idea de la literatura siempre se relacionó con la evasión hacia un lugar mejor, no solo distinto, mejor. En mis recuerdos sobre los libros y el paraíso que supone habitarlos siempre sobrevuela un sentimiento extraño de aislamiento o necesidad de estar solo. Hay también un olor permanente en el recuerdo en el que se mezclan el polvo y la tinta usada. También hay una sensación imborrable del tacto del papel en los dedos.
He leído unos cuantos libros, al menos unos cuatro mil antes de cumplir los cuarenta.
He escrito nueve libros de poemas, algunos alegres y casi todos tristes; todos existenciales y biográficos, con el ápice de mentira suficiente, en algunos casos para poder soportarlo pero la mayor parte de las veces basado en hechos reales, los propios hechos reales.
Siempre he estado escribiendo libros desde el día que comencé a escribir. No escribo poemas, no escribo relatos, no escribo artículos. Escribo libros, porque no sé hacer otra cosa, porque lo hago sin darme cuenta, porque escribo para vivir.
Estudié filología, a pesar de las recomendaciones y advertencias que indicaban que tras ello había una carrera complicada, difícil, poco reconocida. Quizá arrastraría dolor o nada pero sin embargo conseguí algo más que eso. No obstante, siempre tuve la sensación de que no había hecho nada, solo ganar tiempo para seguir escribiendo libros. Probablemente hice una carrera para seguir escribiendo, hice un doctorado para seguir escribiendo, comencé a dar clases en la universidad para seguir escribiendo. Solamente me olvidé de que quería escribir cuando tomé un meandro en el camino engañoso.
Después vino la época en la que ni siquiera podía leer y entonces solo quería estar rodeado de gente y beber y gastar ingentes cantidades de dinero en invitar a todo el que me rodeaba para no estar solo.
De tantas formas como uno pueda imaginar, me había percatado ya, a mi edad, de lo que el poder hace con todos los elementos de la vida. El estado de bloqueo masivo no me permitía deleitarme con un buen concierto, un libro estupendo o una buena película. Solo los largos paseos parecían darme algo de alivio a esta angustia creciente.
Rondando los cuarenta, cualquiera hubiera pensado que tendría claro cuál era mi camino en la vida. Pero no solo no lo sabía, daba tumbos en lo personal y lo profesional y buceaba entre las dudas mientras dejaba pasar el tiempo o el tiempo pasaba ante mis ojos.
El último año había traído a mi vida una gran carga de tristeza o desazón y lejos de haber sabido combatirla la había aceptado como el que acepta que a partir de un momento determinado ya nada será como antes sin plantar cara al problema o aportar una solución.
«La violencia puede percibirse de modos distintos» me dijo el analista que tenía sentado frente a mí. Ese era su trabajo, decirme las cosas sin ambages. Iba a verlo una vez por semana y me sentaba frente a él y le contaba cómo iban las cosas y él me decía frases como esta a setenta euros la hora. Pero me sentía reconfortado y me sanaba poco a poco, sesión a sesión, o eso pensaba o quería pensar.
No es necesario disparar un arma para matar a un hombre. Tampoco es necesario utilizar un cuchillo, ni empujar a alguien al andén en una parada de metro. No es necesario afrontar la muerte de alguien desde un acto directo de muerte o asesinato. Se puede matar a alguien desde las redes sociales, desde el mismo Facebook de los huevos, desde el controvertido Twitter también se puede, desde el inocente y adolescente Instagram.
Se puede matar desde la verdad y desde la mentira. Se puede matar diciendo la verdad sobre alguien y también diciendo una gran mentira. Esa es la ventaja de los nuevos tiempos, ese es el signo de estos tiempos. Todo se puede hacer a distancia. Una transferencia, comprar unos billetes, mandar un ramo de rosas a alguien o apretar un gatillo metafórico.
Viendo todo esto vino a mi cabeza aquel texto de Dionisio Cañas, de su libro El gran criminal que tantas veces había leído: «Viendo que el día no tenía ni pies ni cabeza, que la noche árida se escapaba por todas partes, que los ritmos del cielo y de la ciudad se juntaban sin hacerle caso a nadie, viendo que ya había hablado de tantas cosas, agarró su cisne enlutado y se fue al carajo».
Y eso es lo que hice. Solo, sin obligaciones y sin ganas de escribir por primera vez en mi vida, agarré lo imprescindible y me fui al carajo.
Nacho Escuín,
de La mentira del Cazador
(Eolas, 2024)
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