domingo, 18 de febrero de 2024

LA TRISTEZA según NACHO ESCUÍN



Será por la razón que sea, una conexión cerebral o algo así, pero un nudo en el estómago llegó y ya no salía. No había forma de quitárselo de encima, era una permanente sensación de tarde de domingo o un eterno último día de vacaciones. Todo lo que antes era una opción o una oportunidad se convirtió pronto en un problema, en algo que, de alguna forma, no tenía solución. Cada vez que vienen a mi cabeza esos días solo recuerdo ese nudo, el peso de todas las miradas sobre mi espalda, la sensación de no hacer nada bien, de no valer absolutamente nada ni como profesional ni como ser humano y, acaso, la sospecha generalizada de ser un criminal que no solo no había matado a nadie ni había cometido delito alguno pero había sido prejuzgado por la opinión de unos pocos y el efecto descontrolado de las redes sociales. 

La tristeza es un estado de ánimo que inunda poco a poco todo lo que a uno le rodea. Centímetro a centímetro toma el propio cuerpo y le hace caer paulatinamente en una especie de nebulosa vital. Los músculos se entumecen y se tensan los tendones. Duelen las muñecas, los codos, de repente un pinchazo llega a la nuca o a los omóplatos. Después se hace evidente una falta de energía que ponga en marcha al propio cuerpo y una somnolencia infinita atrapa y no deja salir de ella. Lo terrible de la misma es que no es fácil derrotarla, ya que conciliar el sueño también es imposible. Si uno decide dormir gracias a los somníferos el efecto es contrario pues sí permite conciliar el sueño pero el cuerpo amanece con evidentes señales de fatiga. 

Eso es la tristeza. También se manifiesta en la voz, en la fuerza con la que uno es capaz de pronunciar un nombre, un objeto, casi una frase. Y no queda ahí la cosa; el pensamiento no llega al receptor tal y como el emisor lo concibe pues no dice las palabras exactas en la posición exacta. No hay tensión en la comunicación, no existen las palabras justas, no hay una buena selección de cada una de ellas y por lo tanto la conversación se vuelve deslavazada, pesada, repetitiva, falta de vida. 

Uno sabe que está triste cuando lo que los demás le cuentan no le interesa demasiado, y no es precisamente por falta de atención a la hora de escuchar, es, precisamente por falta de entusiasmo y energía. También se detecta cuando cuesta reírse incluso de una buena anécdota o de un resbalón ajeno. La tristeza ha triunfado cuando uno piensa que es mejor no salir de la cama más, a pesar de que en ella no pueda conciliar el sueño sin una solución química. La tristeza es ese animal que vaga por casa ya sin peligro, absolutamente hecho a su situación, domesticado. La tristeza es no luchar incluso contra la injusticia. La tristeza es quemarse con una taza de té y no maldecir, ni jurar, ni tan siquiera molestarse mucho. La tristeza es mancharse el pijama de café o aceite e ir a la cama sin ponerle remedio. La tristeza es caminar con pasos lentos hacia ningún sitio y mirar el móvil en busca de algo que no sabes bien qué es o si lo quieres. 

Recuerdo momentos tristes, llantos sin consuelo por la muerte de alguien querido, desengaños amorosos, engaños y tretas que duelen. Recuerdo la sensación de incomprensión y angustia, recuerdo la mirada de ojos caídos del escepticismo. Pero nada de eso es la tristeza. Eso son malos momentos llenos de esperanza y rabia en algunos casos tras de sí. 

La tristeza es una fina capa que embadurna todo, que no permite que nada se escape ni entre. La tristeza hace inocua la verdad y la mentira. La tristeza hace que la verdad y la ficción den igual. La tristeza arranca en el punto geográfico más alejado que alcanza la vista y termina en la punta de los pies. 

En el final de la primavera de aquel año, la tristeza lo había alcanzado todo. Todo en mi vida me daba igual y empezaba a pensar que le daba igual a todos los que estaban a mi alrededor. No era capaz de pensar con claridad, no era capaz de resolver los problemas que surgían, no era capaz de desbloquear mi cuerpo de un estado de compleja saturación de emociones. En aquel mes de mayo no era capaz de llorar a pesar de que ese siempre había sido un rasgo habitual en mi personalidad y una salida importante para los problemas y una medida contra la desesperación. 

En los últimos días de aquella primavera yo no quería dedicarme a nada, no quería ver a nadie, no quería escribir una palabra y solo quería estar solo. A poder ser solo en medio de la nada, solo en el silencio más absoluto. Solo en un espacio lleno de soledad. Solo quería sentirme solo, alejado del mundo, alejado de los problemas del mundo, alejado de toda ambición o cosa. 

Así es como la tristeza se apodera de un ser. Así es como uno muere por dentro.

Nacho Escuín,
de La mentira del cazador
(Eolas, 2023)


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