Y luego estaba el hombre que se sorbía los mocos interminablemente.
Se sentaba al lado del señor Jasper en el autobús. Cada mañana subía gruñendo las escaleras delanteras y avanzaba dando tumbos a lo largo del pasillo hasta dejarse caer junto a la figura menuda del señor Jasper.
Y empezaba a hacer ¡sniff! mientras hojeaba su periódico: ¡sniff!, ¡sniff!
El señor Jasper se estremecía. Y se preguntaba por qué aquel hombre insistía en sentarse a su lado. Había otros asientos libres, pero el hombre siempre dejaba caer invariablemente su abultada figura junto a la del señor Jasper, y sorbía kilómetro tras kilómetro, invierno y verano.
Tampoco es que hiciera frío. Algunas mañanas eran frescas en Los Ángeles, cierto. Pero no justificaban aquel interminable sorber por la nariz, como si hubiera una neumonía arrastrándose por todo el organismo del individuo.
Hacía que al señor Jasper se le pusiera la carne de gallina.
Hizo varios intentos de abandonar la esfera de sorbidos del hombre. Para empezar, retrocedió hasta dos asientos más atrás de su localización habitual. El hombre le siguió. Veo, conjeturó un casi exasperado señor Jasper, que este hombre tiene la costumbre de sentarse a mi lado y no se ha dado cuenta de que he retrocedido dos asientos.
Al día siguiente, el señor Jasper se sentó al otro lado del pasillo. Permaneció sentado con ojos irascibles, vigilando al hombre que avanzaba a tumbos por el pasillo. Se quedó petrificado cuando la figura vestida de tweed se desmoronó a su lado. Lanzó una mirada de aborrecimiento por la ventana.
¡Sniff!, empezó el hombre. ¡Sss-niff! Y la dentadura postiza del señor Jasper rechinó en una furia de porcelana.
Al día siguiente se sentó cerca de la parte posterior del autobús. El hombre se sentó a su lado. Al día siguiente se sentó cerca de la parte delantera del autobús. El hombre se sentó a su lado. El señor Jasper permaneció atrincherado en su erosionada paciencia durante dos kilómetros. Por fin, agotado hasta el límite de su resistencia, se volvió hacia el hombre.
—¿Por qué me sigue? —preguntó, su voz un sollozo tembloroso.
El hombre estaba a mitad de sorbido. Miró al señor Jasper con ojos bovinos de ignorancia. El señor Jasper se levantó y recorrió tambaleante toda la distancia del autobús para alejarse del hombre. Se quedó colgado de la barra superior, con los ojos como piedras. De qué forma le había mirado aquel necio olisqueante, musitó. Era intolerable. ¡Por amor de Dios, ni que hubiera hecho algo ofensivo!
Bueno, al menos se había librado momentáneamente de aquellas narices goteantes. Músculos agazapados se relajaron, agradecidos. Suspiró aliviado.
Y entonces el chico que tenía sentado al lado silbó veintitrés versos de «Dixie».
El señor Jasper vendía corbatas.
Era un empleo lleno de vejaciones, un empleo que garantizaba acabar con la resistencia incluso de los más robustos estómagos.
Las paredes estomacales del señor Jasper pertenecen a la clase más suspicaz.
Cada día se veían atacadas por todo tipo de ofensas y molestias, y también por las mujeres. Mujeres que se demoraban en palpar la lana, el algodón y la seda, y que se marchaban sin comprar nada. Mujeres que asediaban el inflamable cerebro del señor Jasper con interrogantes y sentencias, y que no dejaban ningún dinero, sino sólo al señor Jasper rígido, un palmo más próximo a su inevitable detonación.
Con cada irritante cliente, una andanada de observaciones ingeniosamente desagradables se elevaba en la mente del señor Jasper, cada una de ellas superior a la anterior. Su mente sufría literalmente por liberarlas, por dejar que manaran como torrentes de ácido sobre su lengua y que, ardientes, se derramasen directamente sobre las caras de las mujeres.
Pero el amenazador fantasma de un encargado de planta o de un inspector de tienda estaba siempre invariablemente próximo. Revoloteaba en su mente con espectral autoridad, acallando su anhelante lengua, calcinando sus huesos con cólera contenida.
Y luego estaban las mujeres de la cafetería de la tienda.
Hablaban mientras comían, y fumaban y soplaban nubes de nicotina hacia sus pulmones en el mismo instante en que intentaba introducir un cuenco de sopa de tomate en su estómago ulcerado. ¡Puf!, empezaban las señoritas, y agitaban sus bonitas manos para disipar el humo no deseado.
El señor Jasper se lo quedaba todo.
Con los ojos hinchándosele poco a poco, lo devolvía a manotadas. Las mujeres lo enviaban una vez más. Así circulaba el humo hasta que se desvanecía o era reforzado por exhalaciones nuevas y más poderosas. ¡Puf! Y entre manotadas, cucharadas y tragos, el señor Jasper sufría espasmos. El ácido tánico de su té apenas le servía para restañar el avance del ardor en su estómago. Pagaba sus cuarenta centavos con dedos oscilantes y regresaba al trabajo, desmoronándose.
A enfrentarse a una tarde entera de quejas y preguntas, y de manoseo de la mercancía, y el colmo de todo: la chica que compartía el mostrador con él y que masticaba chicle como si quisiera que los habitantes de Arabia la oyeran masticar. El chasquido, y el burbujeo, y el rechinar, hacían que las tripas del señor Jasper se contorsionaran frenéticas, y que permaneciera en pie como una estatua, trastornado, o que estallara con un siseo:
—¡Deje de emitir ese repugnante sonido!
La vida estaba llena de molestias.
Luego estaban los vecinos, la gente que vivía en el piso de arriba y en los de los lados. La sociedad que formaban, esa ubicua hermandad que siempre vivía en los apartamentos que lindaban con el del señor Jasper.
Esa gente formaba una unión. Su comportamiento se distinguía por un cierto toque, por un criterio discernible.
Consistía en caminar con pasos especialmente pesados, en mover muebles con insistente regularidad, en dar fiestas salvajes y ruidosas noche sí, noche también, y en invitar sólo a personas que prometieran llevar botas claveteadas y bailar el baile del pollo. En discutir sobre todos los temas a voz en cuello, en poner sólo música de vaqueros y paletos en radios cuyo mando de volumen estaba irreparablemente atascado en el nivel más alto. En poseer un juego de pulmones disfrazado de niño de dos a doce meses, que se inflaba cada mañana para emitir sonidos que recordaban el lamento de las sirenas antiaéreas.
La némesis actual del señor Jasper era Albert Radenhausen, hijo, edad siete meses, poseedor de un juego de pulmones increíblemente resistentes, que desarrollaban su máxima potencia entre las cuatro y las cinco de la mañana.
El señor Jasper acababa dando vueltas sobre su delgada espalda en el oscuro apartamento amueblado de dos habitaciones. Acababa mirando el techo y esperando el sonido. Llegó un momento en que su cerebro le sacaba del sueño reparador exactamente diez segundos antes de las cuatro de cada mañana. Si Albert Radenhausen, hijo, elegía seguir dormitando, al señor Jasper le daba igual. Él seguía esperando los gemidos.
Intentaba dormir, pero su alterada concentración le convertía en víctima, si no del llanto esperado, sí del portador de cualquier otro sonido que asediara sus oídos hipersensibles.
Un coche petardeando por la calle. El traqueteo de una persiana veneciana. Unos pasos solitarios en algún lugar de la casa. El goteo de un grifo, el ladrido de un perro, las patas de los grillos rozándose, el crujido de la madera. El señor Jasper no podía controlarlo todo. No podía amortiguar, ahogar, aplastar o ignorar a aquellos originadores de sonidos que le afligían sin cesar. Cerraba los ojos hasta que le dolían, con los puños apretados junto a la cadera.
El sueño seguía eludiéndole. Se levantaba de un salto, apartando a un lado sábanas y mantas, y se quedaba sentado, mirando la negrura con aturdimiento, esperando que Albert Radenhausen, hijo, emitiera su llamada para poder volver a dormirse.
Reflexionando en la oscuridad, su mente desarrollaba largos procesos de pensamiento. ¿Era exageradamente sensible?, se preguntaba en su interior. Lo niego enérgicamente. Tengo conciencia, autoproclamaba el señor Jasper. Nada más. Tengo oídos. Puedo oír, ¿verdad?
Era sospechoso.
El señor Jasper no podía recordar qué mañana en el desorden de las mañanas llegó la idea. Pero, una vez hubo llegado, no consiguió librarse de ella. Aunque fue limando su contorno con el paso de los días, el núcleo permaneció inamovible.
A veces, en un momento de sufrimiento en que apretaba los dientes, la idea reaparecía. Otras veces era sólo una vaga corriente de impresiones fluyendo bajo la superficie.
Pero perduró. Todas aquellas cosas que le estaban ocurriendo, ¿eran subjetivas u objetivas, interiores o exteriores? Parecían apilarse tan a menudo, con cada detalle enlazándose hasta que la suma de provocaciones casi le volvía loco, que casi parecía como si estuvieran hechas con intención. Como si…
Como si formaran parte de un plan.
El señor Jasper experimentó.
Su equipo inicial consistió en una libreta blanca, rayada, y un bolígrafo. Su primera metodología consistió en anotar varios momentos de exasperación cuando se producían, la localización, el sexo del agresor y la gravedad relativa de la molestia; este último aspecto se graduaba mediante números que iban del uno al diez.
Ejemplo uno, torpemente anotado mientras todavía estaba medio dormido.
Bebé llorando, 4:52 a. m., la habitación de al lado, varón, 7.
Hecha esta anotación, el señor Jasper se recostó sobre su almohada aplastada con un suspiro que se aproximaba a la satisfacción. Aquello era un principio. En pocos días sabría con seguridad si su extraordinaria especulación tenía una base racional.
Antes de abandonar la casa a las 8:17 a. m., el señor Jasper había acumulado otras tres anotaciones, a saber:
Fuertes golpes en el suelo, 6:33 a. m., habitación de arriba, varón (conjetura), 5.
Ruido de tráfico, 7:00 a. m. en adelante, fuera de la habitación, varones, 6.
Radio alta, 7:40 a. m. en adelante, piso de arriba de la habitación, mujer, 7.
Un aspecto más bien extraño de los esfuerzos del señor Jasper le llamó la atención al abandonar su pequeño apartamento. Era, en resumen, que había eliminado buena parte de su mal humor a través de este simple ejercicio de análisis escrito. No es que los diversos sonidos dejaran, al principio, de hacer que le rechinaran los dientes y que las manos se le flexionaran involuntariamente junto a la cadera. No habían dejado de hacerlo. Sin embargo, la traducción de las vejaciones amorfas en palabras, la reducción de un agravio a un sucinto memorando, de alguna forma le había ayudado. Era extraño, pero agradable.
El viaje en autobús proporcionó nuevas anotaciones.
El hombre que sorbía por la nariz mereció automáticamente una anotación inmediata. Pero una vez que hubo dispuesto de aquella irritación, al señor Jasper le alarmó la rápida acumulación de otras cuatro. No importaba a qué parte del autobús se trasladara, había nuevas razones para quitar la capucha al bolígrafo y garabatear más palabras.
Aliento a ajo, 8:27 a. m., autobús, varón, 7.
Fuertes empujones, 8:28 a. m., autobús, ambos sexos, 8.
Pisotón en el pie. Sin disculpa, 8:29 a. m., autobús, mujer, 9.
Conductor diciéndome que me vaya a la parte de atrás del autobús, 8:33 a. m., autobús, varón, 9.
Luego, el señor Jasper se encontró de pie junto al hombre del resfriado extraordinario. No sacó la libreta del bolsillo, pero sus ojos se cerraron y sus dientes se apretaron con amargura. Luego borró la graduación original del hombre.
¡10!, escribió con furia.
A la hora del almuerzo, en medio de sus habituales antagonistas, el señor Jasper, con ojos feroces y amargados, lo sistematizó todo.
Llenó una página en blanco del cuaderno.
1. Al menos una irritación cada cinco minutos. (Doce por hora). No está perfectamente calculado. A veces se producen dos en un minuto. Intentan desconcertarme alterando el ritmo.
2. Cada una de las 12 irritaciones de la hora es peor que la anterior. La última de las 12 casi me hace estallar.
TEORÍA: Al situar las irritaciones de manera que cada una supere a la precedente, el último golpe de la hora está por tanto diseñado para proporcionar el máximo impacto nervioso: a saber: ¡Conducirme a la locura!
Se quedó sentado, con la sopa enfriándose y un brillo salvaje y científico en los ojos, una calidez investigadora invadiendo su organismo. ¡Sí, por amor de Dios, sí, sí, sí!
Pero tenía que asegurarse.
Terminó el almuerzo, ignorando el humo, la cháchara y la comida incomestible. Se retiró a su mostrador. Pasó una tarde gozosa haciendo anotaciones en su diario de contratiempos.
El sistema se confirmaba.
Resistía firme las pruebas objetivas. Una irritación cada cinco minutos. Algunas, naturalmente, eran tan sutiles que sólo un hombre de la intuición del señor Jasper, un hombre con una misión, podría notarlas. Esas ofensas se realizaban con disimulo. ¡Y con cuánta astucia!, comprendió el señor Jasper. Eran discretas, y tenían la intención de engañarle.
Bueno, pues a él no le engañaban.
Expositor de corbatas derribado, 1:18 p. m., tienda, mujer, 7.
Mosca caminando sobre mano, 1:43 p. m., tienda, hembra (?), 8.
Grifo en cuarto de baño salpica ropas, 2:19 p. m., tienda (¿sexo?), 9.
Negativa a comprar corbata rasgada, 2:38 p. m., tienda, MUJER , 10.
Éstas eran anotaciones típicas de la tarde.
Eran apuntadas con beligerante satisfacción por un tembloroso señor Jasper. Un señor Jasper cuya increíble teoría estaba siendo confirmada.
A eso de las tres de la tarde decidió eliminar los números uno a cinco, ya que ninguna provocación era tan suave como para ser juzgada con tanta ligereza.
A las cuatro había descartado todos los grados menos el nueve y el diez.
A las cinco estaba planteándose muy en serio un nuevo sistema que empezara en diez y llegara hasta veinticinco.
El señor Jasper había planeado recopilar al menos una semana de anotaciones antes de preparar su acusación. Pero, en cierta forma, las impresiones del día le habían debilitado. Sus anotaciones se habían vuelto más acaloradas, su caligrafía menos legible.
Y, a las once de la noche, mientras la gente de la puerta de al lado recuperaba fuerzas y reanudaba su fiesta con un gran estallido de risas, el señor Jasper arrojó su bloc contra la pared con un juramento ahogado y se quedó en pie, temblando violentamente. Estaba claro.
Iban a por él.
Supongamos, pensó, que existiera una legión secreta en el mundo. Y que su principal interés fuera sacarle de sus casillas.
¿No sería posible que consiguieran aquel fin perverso sin que se enterase nadie más? ¿No podrían preparar sus enloquecedoras y pequeñas intromisiones en su cordura de forma tan astuta que siempre podría parecer que eran culpa suya; que sólo era un hombrecillo hipersensible que veía intenciones maliciosas en cada irritación accidental? ¿No era posible eso?
Sí. Su mente remachó la afirmación una y otra vez. Era concebible, imaginable, posible, y, por amor de Dios, ¡él lo creía!
¿Por qué no? ¿No podía haber una legión siniestra de gente que se reuniera en sótanos secretos a la luz de las velas? ¿Y que se sentaran con ojos brillantes y malvadas intenciones, mientras su líder hablaba de nuevos planes para mandar al señor Jasper directo al infierno?
¡Claro! El Agente X, asignado a la fila posterior al señor Jasper en una película, para hablar durante las partes de la película que absorbían más al señor Jasper, para arrugar bolsas de papel a intervalos regulares, para masticar palomitas ensordecedoramente hasta que el señor Jasper, enfurecido, salía encorvado al pasillo y se dejaba caer sobre otro asiento.
Donde el Agente Y continuaría el trabajo con chocolatinas y envoltorios crujientes y estornudos extrahúmedos.
Posible. Más que posible. Podría haber estado sucediendo durante años sin que llegara a tener el más mínimo indicio de su existencia. Una intriga sutil y diabólica, casi imposible de detectar. Pero ahora, por fin, despojada de su disfraz, mostraba en toda su realidad espantosa y desnuda.
El señor Jasper se quedó tumbado en la cama, meditando.
No, pensó con un leve resto de racionalidad, es estúpido. Es una idea extravagante.
¿Por qué iba a hacer esas cosas la gente? No hacía falta preguntarse nada más. ¿Cuál era su motivo?
¿No era absurdo pensar que aquella gente iba a por él? Muerto, el señor Jasper no valía nada. Sin duda, su póliza de dos mil dólares, subdividida entre una inmensa legión, no sumaría más que tres o cuatro centavos por conspirador. Incluso en el caso de que le coaccionaran para que los nombrara sus beneficiarios.
¿Por qué, entonces, el señor Jasper se encontró vagando irremediablemente hacia la cocina? ¿Por qué, pues, se quedó allí parado tanto tiempo, sopesando el largo cuchillo de trinchar con la mano? ¿Y por qué temblaba cuando pensaba en su idea?
A menos que fuera verdad. Antes de retirarse, el señor Jasper metió el cuchillo de carnicero en su funda de cartón. Luego, de forma casi automática, se vio deslizando el cuchillo en el bolsillo interior de su abrigo.
Y, horizontal en la negrura, los ojos abiertos, su delgado pecho elevándose y cayendo con un latido irregular, lanzó su desolador ultimátum a la legión que pudiera existir:
—Si estáis ahí, no pienso aguantar más.
Y entonces apareció Albert Radenhausen, hijo, otra vez a las cuatro de la mañana, sobresaltando una vez más al señor Jasper para despertarle, aplicando una nueva cerilla a sus inflamables nervios. Y las pisadas, las bocinas de los coches, los perros ladrando, las persianas repiqueteando, los grifos goteando, las mantas amontonándose, la almohada aplastándose, el pijama retorciéndose. Y la mañana con su tostada quemada y el café malo y la taza rota y la radio alta en el piso de arriba y el lazo del zapato que siempre se deshacía.
Y el cuerpo del señor Jasper se puso rígido de furia inexpresable y lloriqueó y siseó y sus músculos se petrificaron y sus manos temblaron y casi lloró. Olvidados quedaron su cuaderno y su lista, perdidos en su rabia violenta. Sólo quedó una cosa. Y fue… el instinto de supervivencia.
Pues el señor Jasper supo que sí existía una legión de conspiradores, y supo también que la legión estaba redoblando sus esfuerzos porque él lo sabía, y quería contraatacar.
Abandonó el apartamento y bajó corriendo por la calle, atormentado. ¡Tenía que recuperar el control! ¡Era preciso! Era el momento decisivo, el momento de la fermentación. Si dejaba que el curso de los acontecimientos continuara sin obstáculos, caería en la locura y la legión se cobraría su víctima.
¡Supervivencia!
En la parada del autobús permaneció en pie, con la mandíbula blanca y temblorosa, intentando resistirse con todas sus energías. ¡Qué importaba que el tubo de escape petardease! Olvida la risita estridente de la mujer policía al pasar. Ignora el crescendo de nervios destrozados. ¡No vencerán! Su mente convertida en un muelle rígido a punto de saltar, el señor Jasper juró obtener la victoria.
En el autobús, las narices del hombre sorbían vigorosamente y la gente tropezaba con el señor Jasper, y él tragó saliva y supo que en cualquier momento iba a chillar y entonces ocurriría.
¡Sniff, sniff!, hizo el hombre, ¡ SNIFF !
El señor Jasper se alejó, tenso. El hombre nunca había sorbido con tanta fuerza antes. Formaba parte del plan. La mano del señor Jasper aleteó hasta tocar el duro filo del cuchillo bajo su abrigo.
Se abrió paso a través de los apiñados pasajeros. Alguien le pisó el pie. Siseó. El lazo de su zapato volvió a deshacerse. Se inclinó para recomponerlo, y la rodilla de alguien le golpeó en la sien. Se enderezó, mareado en el autobús oscilante, una extraña maldición casi asomando a través de sus labios blancos y apretados.
Quedaba una última esperanza. ¿Podía escapar? La pregunta anuló sus sentidos. ¿Un nuevo apartamento? Ya se había mudado antes. No podría encontrar nada mejor al alcance de su bolsillo. Siempre tendría la misma clase de vecinos.
¿Ir en coche en vez de viajar en autobús? No podía permitírselo.
¿Dejar su miserable trabajo? Todos los trabajos de vendedor eran igual de malos y no sabía hacer otra cosa, y cada vez era más viejo.
Y aunque lo cambiara todo, ¡todo!, la legión seguiría persiguiéndole, llevándole implacable de tensión en tensión, hasta la ruptura inevitable.
Estaba atrapado.
Y de pronto, allí parado con toda la gente mirándole, el señor Jasper vio las horas que tenía por delante, los días, los años, un abrumador cúmulo de molestias e irritaciones y ofensas abrasadoras. Su cabeza giró mientras miraba a todo el mundo.
Y su pelo casi se puso de punta porque se dio cuenta de que todas las personas que iban en el autobús formaban parte de la legión. Y él estaba indefenso en medio de ellos, un peón para ser zarandeado por su presencia cruel e inhumana, sus derechos y lo más inviolable de su individualidad sometido eternamente a su malévola conspiración.
—¡No! —les chilló.
Y su mano voló hasta debajo de su abrigo como un pájaro de la venganza. Y la hoja relampagueó y la legión retrocedió chillando mientras, con una embestida frenética, el señor Jasper libraba su guerra por la cordura.
UN HOMBRE APUÑALA A SEIS PERSONAS
EN AUTOBÚS ATESTADO;
LA POLICÍA LO ABATE A TIROS
No se conoce el móvil
del salvaje ataque
Richard Matheson,
de Pesadilla a 20.000 pies
(Valdemar, 2021)