Hay días que sales de casa queriéndote comer el mundo, y el mundo te come a ti. Os voy a contar una desventura, como no podría ser de otra manera, que me pasó una noche de sábado. Me preparé para la ocasión, esas movidas que te ofrecen las mil y una y al final se quedan en ninguna. Salí de casa a buena hora para la cena, la cena de un solitario es a cualquier hora y la cena en sí, es cualquier cosa, en mi caso una pizza bien cargada de orégano.
Andaba por ese Madrid de los ochenta y tantos, buscando realmente nada, pero empeñado en que de una puta vez me pasara algo verdaderamente interesante. Mi primera parada en Alonso Martínez, ya era buena noche, pero todavía poco granuja, buena para un par de cervezas o cuatro, era el momento de despedir prejuicios y timideces y dejar hueco a otro tipo de conductas no tan correctas, el alcohol cervecero afecta lo suficiente para causar este tipo de efectos.
La calle la veía ya de otra manera, esas cuatro cervezas eran el salvoconducto hacia la gran utopía, ese sueño que la mayoría añoraba y que al final acababa siendo una frustración empapada en alcohol.
Me planté en la plaza de Santa Ana, así, como si hubiera ido sobre una nube, la hora iba aportando gente para esa hora, ya se despertaba la fauna y se repartía por aquella selva de locales nocturnos.
Me embarqué en alguno de ellos y desembarcaba al poco rato, no lograba encontrar mi sitio, las horas punta no eran de mi gusto, demasiado jaleo.
Decidí patear calles y hacer tiempo observando mi mala vida social, era un jodido desastre, se me venía a estos mareados pensamientos que acabaría como siempre, disfrutando de una triste y aunque no lo creáis dulce y bella retirada ahí por la tardía madrugada, las calles de Madrid a esa hora se encontraban sucias pero muy melancólicas, si, sentías la triste belleza de una noche que lo había dado todo para hartarse de placer, la ciudad lloraba porque sufría cómo su magia desaparecía con las primeras luces del alba.
Hay por aquella zona un local pequeñito que se pone hasta la bola, solía transitarlo cada vez que me dejaba caer por allí, y ésta no iba a ser menos, ya la misma puerta ofrecía resistencia, quería convencerte de que allí no cabía un alfiler. Conseguí mi propósito y en cuestión de diez minutos logré llegar a la barra que no andaba más allá de dos metros de la puerta.
Me fui a pedir una coronita y después de aguantar otro cuarto de hora la vi llegar, no a la coronita, sino a ella, me pidió que por favor, le dejara un hueco en la barra, un hueco de unos centímetros poco holgados, no había visto ni sentido nada igual en mi vida, sería pecado ponerme a describirla, su sonrisa consiguió darme la fuerza necesaria para hacerle sitio donde no paseaba ni el aire. Le sirvieron, fue cuestión de dos minutos, este tipo de mujeres tienen patente de corso, no se les resiste ni el más sieso camarero. Durante esos momentos sentí su cuerpo pegado al mío, su perfume me estaba haciendo temblar las piernas. Me decía a mí mismo, amigo, esto es lo más cerca que vas a estar del cielo, vete despidiendo porque acaba de pagar su consumición y te va a dejar ahí, abandonado a la más cruda realidad.
Se fue, no sin antes dedicarme otra sonrisa de agradecimiento, no dije nada, ni al principio, ni al final, esperé estoicamente a que me pusieran de una puta vez la cerveza que había pedido.
Esa fue mi gloria, podía dar la noche por amortizada, el resto la pasé dando tumbos y preparando mi retirada.
De vuelta decidí buscar mi soledad en un último tugurio, por entonces llevaba varias copas encima y me pedían una compañera más antes de soltarlas todas juntas en cualquier esquina.
Me dejaron pasar milagrosamente, a esa hora lo que quedaba dejaba mucho que desear, por fin encontré mi ambiente, solté amarras y me dejé llevar, no tuve que navegar mucho, la barra me acogió como a un buen hijo, y desde allí, en compañía de mi enésima copa disfruté de las malas compañías que por ahí buscaban darle punto y final a otra noche que agonizaba.
- ¡Hola!, yo a ti te conozco.
¿A que no imagináis quien se me acercó de una manera muy cariñosa?, sí, ni más ni menos que ella, la que unas horas atrás muy amablemente me pidió dejarle mi sitio y yo se lo di, también mi corazón, aunque de esto no se percató.
- No sé, creo que no te conozco de nada.
Esa fue mi respuesta, la actuación fue memorable, no había conseguido jamás causarme tal destrozo con una sola frase.
Se me quedó observando durante unos segundos, estupefacta, me da que una situación como ésta no se le había dado nunca, estoy convencido de ello, pero tampoco se topó nunca con un imbécil de esa categoría. Se dio media vuelta y se fue, para algunas cosas soy demasiado bueno.
Manuel Calero Vázquez