Stephen Hawking
I
Despertó sobre la acera. Alguien la había recostado con los pies en alto. Delante de ella estaba Matías, su novio, quien le hizo saber que su padre la andaba buscando por el asunto de los doscientos euros que habían desaparecido de la caja. La chica de la catequesis parroquial había robado a su propio progenitor faltando como poco a dos de los diez mandamientos. Se incorporó y le pidió a Matías que no se preocupara: ella reservaría el pasaje y se verían de nuevo en la puerta de la estación. Era entonces o no sería nunca. No era una huida: era un viaje definitivo a sus sueños. Las palabras aparentaban solidez, pero se derretían como la nieve en agosto. No supo muy bien qué ocurrió al salir a los andenes de la estación de autobuses, con un billete para el Alsa a Madrid y su guitarra al hombro. Todo era un poco más raro y el día empezaba a vaciarse de gusanos. Contra el azul nevado de la Sierra los rayos del sol la forzaban a entrecerrar los ojos.
II
Despertó en el asiento trasero de un coche. Su padre conducía. Unos ojos acusadores la miraban desde el retrovisor. Le dolía la cabeza. Su padre rompió el silencio y le contó cómo el yonqui de Matías le había robado los doscientos euros y el pasaje a Madrid. Jamás llegaría para la prueba. A cada rato repetía cuánto lo sentía. Que era mejor así. Que ya vería. Su estómago era una bola de rabia. Gusanos. Pidió a su padre que la dejara apearse. Regresaban los mareos. Apenas tuvo tiempo de abrir la puerta del servicio de la gasolinera. Cerró los ojos: la acidez estallaba en la garganta.
III
El universo se rehízo. Se levantó a duras penas, todavía débil por el esfuerzo. La cabeza le explotaba. Ignoraba si aquel olor nauseabundo se correspondía con sus propios vómitos o con los de su predecesor. Para colmo, no salía agua de la cañería. El intenso calor reavivaba las náuseas. Sin saber muy bien qué hacer, caminó tambaleándose hasta un surtidor y encontró que en la acera de enfrente de la Avenida la esperaba Matías. Apesadumbrado, le contaba que había un autobús aguardándola en la dársena dieciséis que debía llevarla urgentemente a Madrid. Su padre estaba ingresado en el 1 2 de octubre por una grave enfermedad. Ella estaba confundida: después de todo, no sabía si fiarse de Matías. Caminaron de la mano hasta la siguiente marquesina. Matías sacó dos tickets en la máquina y subieron al treinta y ocho. Hablaron poco. Se miraron. A ella le pareció raro que él, en todo el trayecto, no le preguntase por el olor. La despidió al bajar, a unos metros de la puerta acristalada de la estación, depositando doscientos euros en su mano, en gastados billetes de cincuenta. El beso que se dieron le supo a tabaco, aunque ella no recordaba que él hubiera fumado antes. «Te dejo acá: sabés que no me va eso de decir adiós con la manito como un pelotudo… ¡Corré! ¡Dale que no llegás!». Un sonido extraño en sus labios. «Te quiero mucho, Flaca». Ella ya se había internado en el edificio. Las últimas palabras de Matías se apagaron en la oscuridad.
IV
Cuando logró abrir los ojos, el mundo tardó aún unos minutos. La oscuridad era cálida. Palpó las paredes de aquel útero: el espacio no era muy amplio. Los mareos habían desaparecido. De repente, se encendió una luz al fondo y alguien dijo: «Es tu turno, mucha mierda». Así, sin pensarlo demasiado, agarró la guitarra y cruzó las cortinas. Del otro lado, la megafonía de la Galileo ya había anunciado su actuación. Las emociones se agolpaban hasta que, sobre todas ellas, la alegría se impuso: su padre y Matías, superando viejas rencillas, se sentaban juntos en primera fila. Interpretó una de sus canciones más viejas, lenta, profunda, desgarradora. Y todo ese tiempo no se acordó de los gusanos. Con el eco del último acorde llegaron los aplausos, que caían como gotas de lluvia sobre sus ojos cerrados.
V
Al despertar, ya no había aplausos ni público. Se sintió regresar de un viaje interminable por agujeros de gusano. En la habitación del hospital, su padre agarraba su mano entre lágrimas de alivio. El niño iba a llamarse Matías, como su difunto padre. Los policías no esperaron más y se lo llevaron.
Jesús Montoya,
de El tiempo real (Boria Ediciones, 2020)
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