sábado, 1 de junio de 2019

LA NOCHE ES VENENO NEGRO por JOSÉ G. CORDONIÉ




Mi nombre es Ezequiel Mengual. Pero mi nombre ya poco importa.
Recuerdo aquella noche como el inicio de una nueva existen­cia a partir de la cual mi persona, y por tanto mi nombre, dejaron de tener significado.
Todo lo que me ha ido ocurriendo desde entonces me ha traído a través de los caminos más oscuros de la existencia hasta el día de hoy, en el que sé que he llegado al punto final de mi historia.
Alguien dijo que la vida que conocemos finaliza en un punto y coma. Y que tras esa pausa, más intensa que una coma y menor que un punto, continúa y se desarrolla de una manera más plena, de modo que los sentidos crecen y se expanden hasta mezclarse con los sentimientos.
Yo no sé qué vendrá después. Y quizá sea lo que menos me importe. Solo deseo salir de aquí.
En aquellos días, en la trastienda de El figón del Almirante se abría clandestinamente un mundo lento y cautivador tras los cortinajes de damasco de seda dorada. Cuando se entraba en el local, se hacía de repente el silencio. Y el silencio era tran­quilidad y sosiego. La gente que allí se encontraba enmude­cía al dejar que las imágenes que se proyectaban en su mente, impulsadas por el opio y la absenta, los trasladara a un lugar distinto y prodigioso.
A un mundo al que solo se podía llegar escarbando en la sombra más oscura de la psique. Un mundo que muchos anhela­ban para evadirse de la realidad. Porque la guerra que vivíamos en esos días resultaba mucho más oscura que cualquier otra alterna­tiva a la que se pudiera llegar.
La ciudad vivía tiempos convulsos de miedo y destrucción.
Y la ciudad éramos todos. Y todos combatíamos cada día por seguir en pie.
En el hospital de San Jaime, donde yo trabajaba como ci­rujano, recibíamos a diario a decenas de personas heridas por la contienda. Y aunque no quedaba sitio alguno para más con­valecientes, hacinábamos a los heridos en camillas improvisadas en las habitaciones y en los pasillos. Cualquier lugar era válido para practicar una operación de urgencia, intervenir la herida de un balazo, entablillar la rotura de un hueso, realizar una am­putación o quitar esquirlas metálicas incrustadas en el cuerpo y en la cara.
En el sótano del hospital amontonábamos los cadáveres en bolsas. Y cada tres días les dábamos cristiana sepultura.
La aviación enemiga castigaba nuestra ciudad con continuos bombardeos. El silbido de las bombas se había convertido en una parte esencial de nuestras peores pesadillas, cuyo recuerdo se loca­lizaba en cada uno de los escombros y de las ruinas que se podían encontrar en las calles a cada paso.
La ciudad era un mapa de la desolación.
Y la ciudad éramos todos. Y todos buscábamos algunos mo­mentos que nos pudieran hacer olvidar la terrible realidad.
En aquellos terribles días, yo también acudía ocasionalmente a El figón del Almirante para tratar de mitigar el agotamiento y la tensión generados por la situación.
Pero aquella noche a la que me refiero fue distinta a las demás. Y me llega a la memoria como siniestra y fatal.
Una noche bien diferente a todas aquellas anteriores que allí había pasado. Y si es así, es porque tengo la seguridad de que en esa ocasión traspasé los confines de nuestra realidad. Que me adentré, aun sin desearlo, en una dimensión del todo desconoci­da, que ya no he podido abandonar jamás.
Llegué a El figón en la anochecida, en el momento en que la ciudad comienza a dormir y parece hacerse estática. Esa tarde no había habido bombardeos. Sin demora, atravesé las cortinas que me abrían el paso a la anhelada estancia de mis sueños.
El simple roce de mi cuerpo con el terciopelo verde oscuro del diván, donde me tumbé para comenzar mi viaje introspectivo, me hizo sentir de manera inmediata la pérdida de contacto con la realidad de mi existencia.
La maestresala del subrepticio lugar, llamada por todos María la China, empezó a preparar en un reservado la pipa de opio. Mientras tanto, yo fui elaborando con ansia la mezcla de absenta y agua fría, añadiéndola poco a poco sobre el azuca­rillo en una copa de cristal de una onza de medida. Después, revolví el licor con una cuchara de plata perforada, hasta que el líquido se hizo opalescente. Y lo bebí con verdadera avidez de un solo trago.
Sentí fuego sagrado en la garganta.
Me tumbé sobre el diván.
Una vez que el agua llegó a ebullición, la China colocó la piedra negra de opio en la cazoleta y me la acercó.
Me recliné para aspirar el humo frío que me llegaba a la boca tras atravesar la larga cánula de la pipa.

Afuera se escuchó la alarma de aviso de ataque aéreo.

Al poco, comenzaron a sonar los motores de los bombarderos Junkers de la Legión Cóndor. Y el caer de las bombas.
Desde el diván pude escuchar el estruendo de las explosiones y el griterío de la gente corriendo por la calle en busca de un refugio.
Se escuchaba el ajetreo tan cerca que, por un momento, pensé que una bomba había caído dentro. Pero seguí fumando de la pipa unos minutos más, hasta que el mundo de las percepciones se abrió dentro de la duermevela a la que había llegado tras pasar por un estado de somnolencia y hormigueo en la piel.
Fue un momento mágico.
Fue entrar en una nueva dimensión. Aquella en la que viven los seres que siempre deambulan a nuestro alrededor, aunque nunca vemos.
Atravesé las siguientes horas ingiriendo sueños feroces sobre la almohada de la noche, con la carne de gallina y con la frente perlada por gotas de sudor.
Escuché risas, susurros, secretos misteriosos y palabras que fueron dichas para no ser oídas por mí. Y, de pronto, aparecie­ron ante mis ojos bestias con formas muy diferentes a las que yo hasta entonces conocía. Seres tan reales como extraños, fantásti­cos e ilusorios que hasta entonces solo habían tenido cabida en el mundo de los sueños o en la mente del alienado.
Traté de levantarme del diván.
La China me detuvo poniendo su mano sobre mi pecho y me dijo con un susurro cálido muy próximo al oído:
—Evita sentir temor. ¿No ves que ellos se alimentan de tu miedo y que si tu miedo es grande jamás te abandonarán?
Desperté con el miedo impreso en el rostro y con su efluvio re­corriendo mi cuerpo a una velocidad mayor que la de mi sangre.
Desperté con una mueca que solo queda registrada si ha existi­do antes el pánico más intenso que uno pueda imaginar.
Entonces, escuché la suave melodía de una flauta dulce.
Fue esa música la que me hizo salir del sueño y regresar a la realidad. Y allí, a los pies del diván, se encontraba un chiquillo. Estaba sentado con las piernas cruzadas sobre el terciopelo verde oscuro y tocaba una pequeña flauta de madera blanca. Era un niño con una cara extremadamente insólita. Todo su rostro era blanquísimo, al igual que el color de su pelo, que le caía albo­rotado hasta los hombros. Y lo eran también sus pupilas, que apenas se diferenciaban dentro de los ojos al tener el mismo color blanquecino.
Aquel chico albino no tendría más de cinco o seis años. La melodía que interpretaba con su flauta era una canción tan lenta como triste: una variación de «Mná na hÉireann», que entraba como fuego en mi alma inflamable. Vestía una camisa blanca con un chaleco de lana azul y un pantalón corto de color gris oscuro. Parecía un colegial, aunque su insólita cara registraba la misma tristeza de aquella canción, que me llegaba en un impacto de confusión similar al que me procuraba su in­quietante presencia.
Me encontré desorientado tras el sueño oscuro que me había envuelto.
Sumergido en la nebulosa que me traspasaba como si yo fuese transparente, intuí que todavía me encontraba en el mundo de los sueños. Aunque todo parecía completamente real.
Observé la pipa de opio y la copa vacía de absenta, y luego miré al chiquillo, que seguía tocando aquella bella y tristísima melodía.
—Oye, muchacho, ¿por qué razón estás aquí? —me atreví a preguntarle—. ¿Por qué tocas esa canción que me trae tan malos recuerdos de amores pasados?
Al oírme hablar, el niño giró su cabeza hasta fijar en mí sus ojos de extraño color nacarado y dejó de soplar la flauta. Parecía como si sus ojos no tuvieran iris. Como si no tuviese siquiera ojos.
—Soy el que te trae la melancolía por recuerdos de tiempos que no volverán nunca más a existir —habló en un tono de voz grave, imposible en un niño de su edad.
—Pero ¿quién eres? —repetí elevando la voz.
—Simplemente soy una parte de ti mismo.
María la China entró en la habitación portando una bandeja, que dejó sobre la mesa alta que se encontraba junto al diván. Contenía una nueva frasca de absenta, una jarrita de agua fresca y los demás elementos necesarios para realizar la prodi­giosa mezcla.
—Dime, China —le pregunté susurrando—, ¿quién es ese niño raro que se sienta junto a mí y me dice cosas terribles con aterradora voz?
—Ahora deberás aprender a convivir con lo que se encuentra a tu alrededor y que hasta ahora no veías.
—No te entiendo, China. —La agarré del brazo.
—Estabas ciego ante una parte del mundo, que solo se percibe cuando superas los límites de la materialidad. Pero no temas nada, Ezequiel, ahora puedes ver las cosas tal y como son.
—Nada de esto es real, China. Esto es debido a esas drogas que me das.
—No, Ezequiel. Lo que ves es parte de ti, eres tú mismo. Solo eso.
—¿Dónde estoy?
—Estás en un lugar seguro. Aquí ya no pueden llegar las bombas.
Caí en el sopor del sueño.
Atravesé la tristeza en minutos de silencio.
Una vez más fui rodeado por seres extraordinariamente in­creíbles. Extrañas formas que solo tenían cabida en aquella estan­cia donde me encontraba, en la que se había abierto una nueva dimensión.
En ningún otro lugar este tipo de formas serían posibles.
Era como si hubiera bajado setecientos setenta escalones para entrar en un sueño inducido por el propio Cthulhu, porque allí había extraños especímenes y seres demoníacos a mi diestra y si­niestra que parecían haber salido del Bestiario de sus Mitos.
Aquellos seres estaban dispuestos a entrar en batalla ante mis ojos dilatados por el opio y la absenta, que ahora volvía a con­sumir reclinado sobre el diván, atendido por las blancas y yertas manos de la China.
Frente a mí estaban los ejércitos del Mundo de los Sueños mi­rándose cara a cara.
Y tras observarse con aviesa inquina, se lanzaron a lucha.
Empezando así una batalla eterna.
Una lucha que se iniciaba sin cesar, porque una vez que fina­lizaba se iniciaba de nuevo de idéntica manera. Se repetían una y mil veces los mismos golpes, las sacudidas atroces y los sangui­narios embates, en los que unos caían mortalmente heridos para seguidamente levantarse recuperados y asestar un golpe letal a su enemigo.
De esta manera, al finalizar la contienda, los ejércitos se miraban cara a cara. Y entonces, sin recordar que ya se habían enfrentado, se arrojaban de nuevo a la lucha.
Supe que se trataba de un círculo continuo que se completaba una vez tras otra. Un bucle temporal donde se sucedía lo que ya antes había ocurrido, pero como si fuera la primera vez que fuese a acontecer.
Me encontré envuelto en un espacio donde todo se repetía monótonamente, sin que nada variara ni un ápice respecto a como había transcurrido la vez anterior. Encerrado en una maldi­ción mayor aún que la de esos seres fabulosos y repugnantes que se batían ante mi asombro, ya que a mí no se me concedía, como a ellos, la preterición y el olvido de las acciones.
Desde ese momento, viví la noche repetida hasta la locura.
Una noche de veneno negro, que me fumaba en la pipa de opio y que me bebía en la copa de absenta en la trastienda de El figón del Almirante, asistido por la complaciente María la China.
Pude verme a mí mismo entrando en El figón. Fumando la pipa de opio reclinado en el diván. Despertando asombrado ante el sonido de la flauta del niño de rostro raro. Observando boquia­bierto a los diablos enfrentados en su lucha feroz, donde nunca había vencedores ni vencidos. Donde solo había espacio para la barbarie y para el combate cruento. Donde nadie recordaba la razón de la batalla.
Y estando atrapado en ese paréntesis maldito, pensé que ya no volvería a la vida y que me quedaría para siempre encerrado en este ciclo onírico continuo. Preso para siempre en las profundas Tierras del Sueño.
Poco más puedo decir: mi nombre es Ezequiel Mengual, pero mi nombre ya poco importa.
Solo deseo salir de aquí.

[Fragmento eliminado]

«Al despertar en el hospital de campaña fui consciente de que me debatía entre la vida y la muerte. Sabía, de algún modo, que aquella explosión se había llevado una parte de mí.

Nada podía recordar del bombardeo. Nada más que el sonido de la sirena de alarma. Los gritos. La confusión que, de pronto, lo envolvió todo.

Sentía un gran dolor bajo mi abdomen. Pedí ayuda con un susurro, al que nadie hizo caso. Los médicos estaban muy ocupados haciendo una maniobra de resurrección a un chi­quillo albino que se encontraba en una camilla junto a la mía.

A los pocos minutos escuché el pitido continuo de la máquina a la que estaba conectado.Pensé que un niño nunca debería morir así.

Sentí, entonces, el frío de las manos de la enfermera cuando me inyectó la morfina en el brazo. Me sentí, de pronto, caer. O entrar en un túnel, oscuro, como la entrada a un sueño eterno de donde ya no se puede salir jamás».


José G. Cordonié, 
de La negra luz del círculo oscuro 
(Caligrama, 2019).



La negra luz del círculo oscuro es una colección de relatos englobados en el subgénero weird fiction, o ficción de lo extraño, en la que podemos encontrar historias que transcurren en un insólito cotidiano, dentro de una atmósfera donde es difícil de definir, en ocasiones, si nos hallamos frente a un hecho extraordinario o ante una creación inexplicable de nuestra mente.
Un hombre que descubre en el espejo que su cara no es su cara, un niño que contacta con el más allá a través de una caracola de mar, un vampiro que se enfrenta a la pérdida de memoria o un hombre que se encuentra con su doble exacto en una difícil y confusa situación son algunos de los temas que puedes encontrar en estos relatos, escritos con una alta dosis de creatividad y originalidad para transformar momentos de la vida de los personajes en situaciones que provocan asombro y extrañeza.

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