Para ir entrando en materia y situar, tendría que decirte primero que todo esto sucedió hace muchos años, o no tantos, si pensamos en Marco Antonio y Cleopatra… pero un cacho de tiempo en el fondo, más de calidad que de cantidad, también es verdad. Todo esto sucedió allá por los ochenta, mediando la década, cuando una generación en ciernes aparcó la pandereta para comprarse una guitarra eléctrica, cuando la España cañí de toda la vida, esa España de rosario y de peineta se pegó un revolcón por Europa para quedar sentada en el mismo sitio con el alma zurcida de chirlos, que así es como lo veo y como lo siento. Un sentir particular, por supuesto, pero que no dejará de ser compartido por todos aquellos que saltaron al ruedo del desparrame para acabar pagando el precio en cordura y en carne, generación perdida que salió desbocada y se atragantó a dentelladas con la mala vida, y eso en este pueblo que me vio nacer a las sombras, en este corral de gallinas ponedoras con cuatro lobos tuertos de un ojo, no digamos ya en la capital o grandes urbes. Ha llovido champú de huevo desde entonces, han pasado más de treinta tacos, corriendo los ochenta como digo… Una época salvaje, una década violenta, un tiempo de contagio. Y eso en un terreno abonado por lustros de miseria, con una peña de lo más permeable a la leyenda, una tierra famélica de cultura en la que la libertad llevaba atada 40 años con cadenas. Y una generación de jóvenes promesas a los que de repente con criterio se les soltó de buena fe para que saliesen a correr libres por el bosque de la metáfora, que así es como lo veo y como lo siento, y que terminaron hundidos en el mismo sitio de partida, vencidos por el desarraigo más amargo y contemplando un camposanto tachonado de jóvenes estrellas. Que para eso nos entregó dios el libre albedrío y los carniceros de la política le dieron valija libre a la heroína, no sé si me explico.
Y es en este decorado que llaman contexto donde nos encontramos por fin al Boni y al Cuco, dos puntos de cuidado, unos hijos del agobio destetados con asfalto, dos golfos con radar en las pupilas y pólvora en los zapatos. Pirris de barrio bajo, de barrio obrero, o sangre de extrarradio, de lo más normal en esos años, nada del otro mundo en el fondo. Una pareja de tantas, chavalillos espabilaos a los que les dedicaban baladas los Chunguitos, que eran más espabilados todavía y se anduvieron al lío con los royalties de la lírica. Unos mendas que no podían estarse quietos, que se aburrían dos minutos seguidos en el mismo sitio, algo que ahora llaman chinorri hiperactivo y que antes le decían tener el diablo en el cuerpo, que ahora se medica con psicólogo y mano izquierda y antes se trataba con varas de olivo. Cabroncetes de culo inquieto que no salían nunca en las fotos del colegio, cualquier colegio. Y eso en una España que pretendía ocultar en el baúl de los recuerdos las sotanas del caudillo, seguir alquilando Torremolinos y presentarse al escaparate de Europa con vaqueros nuevos del corte inglés. Todo en plan que no que no, que aquí no ha pasado nada, que llevamos cuarenta tacos jugando al mus por puro aburrimiento, que no sabíamos qué hacer. Aunque los pirris que presento no sabían nada de esto, y no sabían nada de esto porque nada querían saber. La política de altos vuelos se la traía al pairo por Levante así que vamos a ponerle un puto y aparte para que puedan empezar a correr.
Gabriel Oca Fidalgo, de Una novela quinqui (Ediciones Lupercalia, 2016).
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