Siempre he odiado las mentiras. Incluso las piadosas. Ahora, tras el paso del tiempo, vuelvo a pensar en que aquellos años fueron posiblemente los mejores de mi vida, cuando conocí a Julia de aquella manera casual en la que ninguno de los dos podíamos imaginar que llegaríamos a ser importantes el uno para el otro; cuando comenzamos a descifrar nuestros misterios a la vez que fuimos descubriendo que, de algún modo, empezábamos a amarnos, a pesar de que nunca creí que pudiéramos acabar de una manera drástica y enigmática tras la que averiguaría muchas más cosas sobre ella de las que, posiblemente, hubiera deseado saber. Lo primero que me llamó la atención de Julia, cuando la conocí, fue que tenía muchas cosas en común con aquella ciudad en la que nos encontramos. A pesar de su juventud, su mirada era igual de ajada y sinuosa que aquellas callejas de la Ciudad Vieja. Incluso el color ocre de sus ojos tenían ese punto de penumbra del caer de la noche en la ciudad, con el iris lamido por una enigmática media luz tan parecida a la de las farolas antiguas que colgaban de las casas de piedra besando con su luz de limón las encorvadas calles. Su voz pausada y sus palabras tan certeramente escogidas en cada frase, entraban en perfecta sincronía con el trazado de la calzada de piedra o con la estructura poderosa de los muros de la ciudad, cuando en nuestro paseo se empezaba a notar la brisa salada del mar en nuestros rostros. Ella parecía contener todo aquello que atravesábamos; como si cada una de las cosas que nos rodeaba fuera una parte propia de sí misma. Incluso su olor suavemente almizclado y sus cabellos alborotados en el primer aire de la noche tenían también —en mi imaginación— una relación inaudita con ese mar que nos encerraba. Su rostro, además, tan bello y recóndito, guardaba el mismo enigma que la propia Ciudad Vieja encerraba y que, de alguna forma, presentía o sabía que nunca llegaría a desvelar. Al menos por entero. De la misma manera que supe entonces, nada más conocerla, que la amaría hasta el dolor, porque ella era como el impacto de un Blues. Como una melodía simple que trae con fuerza honda la pesadumbre y la esperanza, el impacto de la realidad con la fuga de los sueños. El sabor mágico de la amargura que deja dulzor en la punta de la lengua y que te recorre las venas como si hubieses tragado fuego.
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¿Cuál es el valor de un sueño? Me refiero a cómo podríamos valorar un sueño que puede llegar a modificar la vida y mejorarla. Aún voy más allá; un sueño que llegue hasta el pasado y se expanda hacia el futuro interviniendo de manera inmediata en el presente. Un sueño que borre de nuestra memoria las acciones pasadas que nos frustraron y que nos marcaron de manera negativa, y que nos introduzca valores y motivaciones que nos permitan atravesar el camino del presente hacia el futuro con ganas renovadas, con voluntades y fuerzas reavivadas, con nuevas ambiciones y deseos. Un sueño que nos haga sentir lo que realmente queremos ser. Que nos prepare para afrontar aquello que anhelamos y que, de otra forma, no seríamos capaces de hacer frente. Estoy hablando de mensajes cifrados a través de sueños que nos hagan mejores, que orienten nuestra mente hacia lo que en verdad queremos ser. Y hacer. Eliminar de nuestra mente los recuerdos negativos, reinventando nuestro pasado, construyendo una sólida base donde crecer a nuestro antojo para ser lo que realmente queremos ser y así ser capaces de llegar a donde ciertamente queremos llegar. Es ofrecer una segunda oportunidad para que todo salga como uno desea. No se trata de una fábrica de ilusiones, sino de un programa donde te puedes crear a ti mismo según tú decidas. Y que nunca sabrás que lo has hecho. ¿Cuál es el valor de ese sueño?
José G. Cordonié, de Vang ! (Lupercalia Ediciones, 2016).
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