A veces, cuando vuelvo de dejar a los
niños en la escuela y luce el sol, pienso que ha habido una catástrofe nuclear,
unos días, y otros que estoy en Salou o en
Benidorm en un mes de temporada baja. Los bloques de apartamentos baratos, los
árboles desnudos, las tiendas cerradas… Pero después, al final de ese desierto
de calles peatonales, no aparece el horizonte luminoso del mar o un gran hongo naranja
de humo radioactivo, sino polígonos industriales, descampados con esqueletos de
nuevas VPO, el skyline de piedra de la vieja ciudad; la vieja ciudad, de la que
nos echaron; la vieja ciudad donde quienes viven tiene apellidos viejos y
largos y respetables, apellidos de toda la vida que no se mezclan con los
Chumbé, Bulgakov, Benjeloun que se leen en nuestros buzones.
El barrio me
recuerda a los barrios en los que crecí; barrios de descampados y toboganes
oxidados, con bajeras vacías que se convertían en videoclubs que luego se
convertían en peluquerías que luego se convertían en bares, eso nunca
fallaba. Ahora nos mandan a las afueras de las afueras, y
todo es igual que entonces, la gente abre y cierra farmacias, centros de
estética, bazares chinos, y bares, también bares, eso sigue sin fallar. La
única diferencia es que ahora en las azoteas de las casas en vez de tendederos
hay placas solares, y a eso lo llaman progreso. Pero nosotros cada vez estamos
más lejos del centro. Más lejos de todo.
A veces, cuando vuelvo de dejar a los
niños en la escuela, veo a otros supervivientes por esas calles. Caminan
arrimados a las paredes o tomando atajos por callejuelas. No quieren
encontrarse con nadie, dar explicaciones, no quieren que nadie descubra en su
aliento el herido de muerte que arrastran en su interior, el hedor adherido a sus chandals, o a su piel insomne
restregada contra sábanas como sudarios. No quieren contar que les han echado
del trabajo, repetir cuándo se les acaba el paro… No quieren mentir otra vez: “No,
de vez en cuando hago alguna chapucilla”…. Yo los entiendo. Yo también mentí
durante muchos meses, cuando tú te fuiste: “¿Mi marido? Es que trabaja fuera”. No quieren sentirse todavía más
insignificantes. Los entiendo. Y los evito. Porque yo ahora estoy al otro lado.
Y me pregunto si alguno será uno de ellos. Me lo pregunto también, mientras
esperamos a que los niños entren, cuando hablo con algún padre en el patio de la
escuela, y me sonríe de un modo extraño, sucio, cómplice. Pienso si al llegar a
casa abrirá un botellín de cerveza o encenderá el ordenador y se masturbará
para aliviar todo el sufrimiento durante unos segundos y a continuación sentir
cómo la culpabilidad hace el abismo más profundo.
A veces, cuando vuelvo de dejar a los
niños en la escuela, me meto otra vez en la cama y duermo una o dos horas.
Recupero poco a poco todas las que he perdido en el peaje de mi anterior vida.
Cuando tenía que levantarme de madrugada y conducir cincuenta kilómetros hasta
la cabina de la autopista, entrar en ella y protegerme del relente de las
noches con el abrigo que había tejido en el aire helado mi compañero del
anterior turno. Con su respiración y el
humo de sus cigarros y la incandescencia de los pensamientos de una cabeza sola
en mitad de la nada y de la oscuridad. Veinte años desperdiciados, viendo como
todos se dirigían hacían algún lugar y yo me quedaba allá, encerrada. Veinte
años manoseando constantemente dinero, para llevarme al final de mes solo un
puñado de monedas.
Pero ahora todo eso se ha acabado. Todo
va a cambiar. Las cosas van bien. Quizás pronto me pueda largar de este barrio.
No pido mucho, solo que haya cerca un centro de salud, o que el colegio no sea
un prefabricado. Vivir tranquilos. Poder irme con los niños de vacaciones a
Benidorm y Salou en temporada alta. Me lo repito cada vez que, después de tomarme
un café, o levantarme por segunda vez de la cama, pongo en marcha el portátil. Sé que al otro lado están todos ellos: los
habitantes de la vieja ciudad, con sus apellidos largos y respetables de toda
la vida; los supervivientes de las catástrofes nucleares de cada día, los que
habitan más muertos que vivos las ruinas en las afueras de las afueras; y tú,
sé que tú también estás ahí. Lo sé, pero no pienso en todos vosotros. Solo
pienso en mí, y en los niños. Es eso, en lo único que pienso, cuando enciendo
la webcam y empiezo, lentamente, a desnudarme.
Patxi Irurzun. Premio de Cuentos Villa de Murchante 2011