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Compré corales de plástico para la piscina exterior. Rojos, amarillos, verdes y azules. Tuve que vaciar la piscina, y luego vino un señor con los "arbolitos" y los ubicó en el fondo, le pagué y se marchó con el mono de trabajo y las manos manchadas de sangre. Me advirtió: "aunque están redondeados, pueden dañar en contacto con la piel".
Los invitados quedan algo sorprendidos al ver el colorido inverosímil del fondo de la zona acuosa. En realidad tratan de disimular su espanto por mi tendencia kitsch, y quizá piensan que mi recién amasada fortuna haya perturbado mi zona del cerebelo que reorganiza los deseos materiales. Es posible que no anden faltos de razón, pero uno debe rendirse a la ostentación en cuanto puede. Es como una obligación sistémica, que todo nuevo rico lleva incorporada en su ADN.
Con el paso de los días, tuve la sensación de que el bosque de coral en agua dulce con cloro aumentaba su tamaño. Eso me pareció ver. Mi sospecha se confirmó cuando, al levantarme un día y pasear por el jardín, vi que el trozo rojo de coral sobresalía del agua. Me bañé y me acerqué para comprobar que no se hubiera roto y estuviera flotando. El agua estaba más caliente de lo normal. Al tocar el coral rojizo, este parecía de goma y, no sé muy bien cómo, se desplazó, evitando mi contacto. Todo sucedió muy rápido. El coral rojizo, al que a partir de ahora llamaremos coral cabrón, irguió sus ramas y creció a lo alto, y después, con medio “cuerpo” fuera de la piscina, distinguí algo parecido a dos piernas que caminaban. El coral cabrón salió del agua como si nada, resiguió al trote los límites del jardín e hizo unos estiramientos de piernas. Luego, mientras yo observaba con atención desde el agua su rutina deportiva, subió al pino más alto del jardín y sacó algo de su entrepierna, algo así como una monstercock. Trazó unos círculos con el miembro y lo enganchó en un árbol. Como un simio pornográfico, usó la extensión membril para desplazarse de un árbol a otro hasta que le perdí de vista.
El coral cabrón desapareció, y no supe nada de él durante un tiempo. Pasaron algunas semanas, quizá menos, y el coral cabrón regresó; arrepentido por su grotesca desaparición, me lo encontré un día esperándome en la hamaca del patio trasero. Me regaló unas ostras frescas y, tras unos estiramientos, se metió de nuevo en la piscina y adoptó una posición estática parecida a la que tenía antes de cobrar vida. El coral cabrón dejó de serlo, y ahora vive de nuevo en cautividad. Es como los gatos, creen preferir la libertad pero, tras fugarse un par de veces, regresan a su hogar y fingen que no ha pasado nada, que ellos siempre han estado allí.
Vanity Dust, inédito.
Ilustración by Linda Allison.
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