Parece que se ha mitificado en exceso la asociación entre alcoholismo y literatura. Es verdad que algunos de los grandes escritores del pasado eran unos jodidos borrachos; sí, es cierto. Pero su adicción al alcohol no hizo que su forma de escribir fuera mejor. Sólo consiguieron pasarse media vida dando tumbos y con resaca y morir varios años antes de lo que les tocaba. Lo digo porque hay gente muy impresionable y muy poco crítica con respecto a sus supuestos “héroes”. Algunos leen las biografías de sus autores favoritos y cómo éstos acostumbraban a vivir y escribir y tratan de seguir su ejemplo creyendo que de esta manera llegarán al mismo punto de inspiración. Conocí a un tipo que decidió empezar a escribir de pie porque había oído que era así como lo hacía Hemingway. El resultado al cabo de unos meses fue el de piernas cansadas y principio de varices; y por supuesto su escritura no se vio recompensada. Otro se gastó más de 2.000 euros en insonorizar con corcho toda su habitación porque había leído que Proust hizo lo mismo para aislarse de cualquier posible ruido. Lo único que consiguió fue empequeñecer aún más su triste alcoba y sentirse como un demente en la celda de un manicomio con paredes acolchadas. Luego están algunos autores consagrados, aún vivos, que recomiendan encarecidamente a los jóvenes escritores leer y estudiar a los clásicos literarios como si aquélla fuera una fórmula infalible para alcanzar la iluminación. Pero ese consejo en realidad resultaba tan estúpido como recomendar a una nueva banda de death metal que escuchase a Mozart para aprender cómo debían tocar. ¿Os imagináis a alguien hoy en día escribiendo como Cervantes? Sería realmente insoportable. Algo de lo más ridículo. Hay un viejo proverbio chino que dice: “Cuando el filósofo señala la Luna, el necio se fija en el dedo”. En realidad, todo se trata de un problema de enfoque.
Alexander Drake,
de Ignominia (Libros Indie, 2020)
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