¡Cuántos monos hemos pasado juntos! ¡Cuántas horas inacabables, con cabezas de hidra aullando en nuestra sangre! ¡Cuántos segundos remando contra el viento, mientras nuestras sienes ardían de impaciencia, fantaseando con un nuevo vuelo por regiones de púrpura y bruma! ¡Cuántos insomnios llenos de naufragios! ¡Cuántos despertares rodeados de pájaros muertos, con las alas rotas por unas flores negras! ¡Cuántas lágrimas roturando nuestras mejillas, hambrientas de pasos que anunciaran un poco de primavera! ¡Cuántas caídas hacia lo insondable, estremecidos por el vómito que nos revelaba el color del alma! El alma no es una vela blanca ni una aurora con un sol naranja. El alma es una niña desnutrida que ha olvidado su nombre y se consuela pintando atardeceres. Sus atardeceres no son médanos que juegan con el mar, adentrándose en su claridad inefable, sino acantilados de sombra que se desploman sobre un horizonte moribundo. ¿Cuántas veces hemos escuchado su caída, querida Janis Joplin? ¿Cuántas veces hemos temido ser devorados por su estruendo? ¿Por qué anhelamos la llama que lastima nuestra piel? ¿Por qué deseamos ser recuerdo y anonadarnos en una lluvia de cenizas? Nadie vendrá a salvarnos, pero tampoco lo deseamos.
En la escuela, comenzamos a desangrarnos. En la escuela, descubrimos que el amor es una prostituta que vende su carne en una letrina. En la escuela, advertimos por primera vez que la autoestima es un suicida azotado por la lluvia en una cornisa. A los catorce años eras beatnik. Soñabas con carreteras bordeando desiertos. Soñabas con la marihuana, embriagándote de vacío. A los catorce años te avergonzabas de tu cuerpo desnudo en el espejo. A los catorce años deseabas ser negra en la tierra dura de Texas, donde el desierto no es una planicie interminable, sino un hombre que tiembla de odio al escuchar un canto de luz y tiniebla. El odio fuma despacio sobre una mecedora. El odio es un cementerio que crece sin tregua, enterrando vidas y pueblos. El odio es una puerta cerrada, un corazón cerrado, una escalera que muere en cada peldaño. El odio te seguía por los pasillos de la escuela y tú te refugiaste en los bares de Luisiana para escuchar blues, para escuchar jazz, para escuchar la música de los que cruzaron el mar, preguntándose si la ira llovía sobre sus ojos. La primera noche que te subiste a un escenario y tu voz habló a la oscuridad, pensaste que el odio ya no podría arañarte ni tirarte del pelo. La primera noche que subiste a un escenario deseaste que tu cuerpo fuera viento y espuma. Escribir es huir de uno mismo. Cantar es huir de uno mismo. No sirve de nada que otros extiendan sus manos e intenten espantar tus miedos. Eres un juguete del miedo y el miedo nunca se cansará de atormentarte. Bajaste del escenario y el miedo te susurraba al oído, alborozado de sentir que viajabais en la misma carne.
No tardaste en enamorarte del alcohol. El alcohol nunca te defrauda. Después de unas horas de euforia, te arroja violentamente al suelo. No es una caída suave, semejante a la de una hoja que se entretiene con el viento, sino una vertiginosa bajada hacia el desconsuelo, con la noche aleteando debajo de tus párpados y el cuerpo temblando en un mar de alucinaciones. El alcohol es un salto hacia una penumbra carmesí, donde las horas escupen insectos sobre tus ojos y una bañera acoge tu cuerpo, intentando ahogarte en una grieta de ensoñaciones. Hemos bebido juntos hasta olvidar nuestro nombre. Hemos bebido en sótanos centelleantes, felices de perdernos entre una multitud de extraños, que huían de las manos crispadas del alba. Nos hemos tumbado en la orilla de un río, que respiraba como un niño enfermo, preguntándonos si el agua borraría las tardes de infelicidad y los despertares a medianoche, con el alma sobrecogida. Hemos vomitado entre desconocidos, descubriendo que nuestras entrañas escondían fragmentos de nuestra infancia, hilos amarillos y violetas que lloraban por la quimera de vivir y no pensar en el mañana. Nuestra infancia no es un parque con sombras compasivas, sino una montaña pelada, con piedras estremecidas de espanto. El alcohol, querida Janis Joplin, nos hizo fantasear con la cara oculta de la luna, donde la oscuridad no es algo inmóvil, sino un abrazo que te envuelve y te adormece.
En 1963, te instalaste en San Francisco y comenzaste tu idilio con la heroína. Sufriste el primer desengaño sentimental. Te abandonaron. Descubriste que el amor es un pozo helado, donde la esperanza se retuerce de dolor, suplicando una dosis de morfina. Nada apaciguó tu aflicción. Enloquecida, tu autoestima abrió una ventana y se arrojó sobre una rosa blanca, que se convirtió en polvo al sentir el roce de tu carne. La heroína es una amante insaciable. La heroína es una eternidad que se extingue en cuatro horas. Tus venas humean como brasas y se mueren de ansiedad. Tus venas, querida Janis Joplin, se bebían tu cuerpo y tu cuerpo no era un manantial, sino un junco que apenas soportaba el umbral de una mirada. Tu cuerpo desembocó en treinta y cinco kilos de pavor y suspiros. Huiste de ti misma entre sábanas manchadas de semen y flujo vaginal. No deseabas conocer el nombre de tus amantes, no te importaba acabar exhausta y aturdida, con una mezcla de ebriedad y vacío. Aún no sabías que te esperaba la grandeza y el mito. Aún no sabías que la grandeza y el mito no calientan el corazón. Aún no sabías que tu corazón se dormiría en la habitación de un hotel, sin despedirse de ti. Querida Janis Joplin, tu voz no ha cesado de crecer. Tu voz es el llanto de los que esperan la noche para sentir la caricia del otro y encuentran su lecho vacío. Tu voz es el gemido de los que viven entre ausencias. Tu voz soy yo, mirándome al espejo y preguntándome si mis ojos aún me pertenecen o sólo son dos suicidas asomándose a un balcón.
RAFAEL NARBONAhttp://rafaelnarbona.es
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