El color del cielo a las diez y media de la noche es una referencia de esplendor. No se ausenta el día. No desea huir hacia el abismo oscuro y las tinieblas. Tampoco el paisanaje parece apresurado por guarecerse entre las cuatro paredes que le esperan, al fin y al cabo, son siempre cuatro paredes el habitáculo que a todos nos cobija. Más o menos pulcro o decorado. Más o menos ordenado u ostentoso. Cuatro paredes y unas cuantas ventanas por las que se vislumbra algo parecido a la felicidad si respiramos muy hondo.
Mayo y sus días
Cerezas en todas las esquinas, las venden en el mercado de los martes y a la entrada del parque. Parece que este año hay superproducción. Las roban a puñados y las van comiendo por las callejas. También yo me acuso del delito, no he podido evitarlo, ha sido una tentación irresistible.
Qué dulzura extraordinaria sugieren algunos atascos cuando son producidos por una cola interminable de infantes, que se dirigen en fila India a los teatros. Profesan la religión de la inocencia. Aún son felices. Algunos profesores decidieron darles a conocer el jazz y el rock and roll. Estimulante final para este mayo moribundo en el que, sin embargo, una anciana dormita y cabecea al lado de una bolsa de plástico que contiene todas sus pertenencias: dos pares de zapatos que no casan y una manguera para espantar el calor del verano.
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