Para mí tiene que ver con el oficio de escritor, este de ir poniendo una
palabra detrás de otra y haciendo oír (si es que se puede, que no
siempre se puede) las voces de la legión que duerme en nuestra sesera.
El narrador-protagonista de mi novela La flecha del miedo es un
ventrílocuo que trabaja en calidad de tal para el Inserso. Ese es el
primer trabajo fijo que ha conseguido en su vida y allí va, en los
viajes de jubilados, con sus muñecos, Robin Hood, la Wendy y el doctor
Mabuse, a hacerles filosofías a una gente que no tiene ya el coño para
ruidos y quiere, como mínimo, Mari Carmen y sus muñecos, y jotas bravas.
Suele pasar. El caso es que yo ya no entiendo este oficio sin el
recurso a esas voces inelegantes, gamberras, desgarradas, dementes,
inoportunas, balbuceantes, crepusculares, airadas que vienen, vete a
saber de dónde vienen, pero en la escena de papel acaban.
Extraído del blog Vivir de buena gana
Imserso, con eme.
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