miércoles, 3 de octubre de 2012

ALGO DE HERTA MÜLLER, por Claudio Ferrufino-Coqueugniot


He celebrado, como hace tiempo no lo hacía, con la lectura de Herta Müller. Y no por las connotaciones políticas de su obra, creo resultado y no motivo de ellas. Celebración porque pasó mucho, desde las lecturas de Bruno Schulz e Isaak Babel, en que una prosa no ejercía sobre mí, lector, tal fascinación.

Sé que su premio Nobel despertó suspicacias e inundó de críticas los diarios del mundo. Leí en The Guardian que incluso desmerecían su escritura como básica, entre otras cosas. Allá cada quién con su derecho y su ilustración, lo cierto es que En tierras bajas me causó estupor, desasosiego, hasta desesperación, mientras en medio de esos negativos sentimientos corría el hilo de apreciar una inmensa belleza narrativa, melancolía de tonos grises y húmedos, sombríos y torvos como solo existen en la Europa Central. Me acordé de un digamos paisano suyo, el poeta Paul Celan, porque ambos autores trashuman por una suerte de maledicción eterna, algo abrupto y sin fin, que van relatando con sobrecogedora y terrible belleza. Paradojas que el arte suele conceder.

Han dicho que si no se sabe el por qué de la presencia suaba en Rumania, o de la sajona en Transilvania, y la magyar en el país en general, los textos de Herta Müller no se pueden comprender. Nada más falso, porque a pesar de existir la mácula (en este caso) étnica, los relatos podrían caracterizar no solo a las minorías de cualquier lugar, sino a los desposeídos en su totalidad. Se da que en ella fue Rumania, perteneciendo la autora a los escasos suabos del Banato, colindante con Serbia y Hungría, y en un régimen de esclavitud y terror como el comunista de Nicolae Ceaucescu.

Cómo dudar que los relatos que conforman En tierras bajas causaran molestia a las autoridades rumanas. La primera premisa del comunismo soviético fue la de aparentar el paraíso, a pesar de que hambre, falta de libertad, ausencia de comfort y de futuro, hacían estragos entre sus “felices” ciudadanos. Me recuerda el filme de Cristian Mungiu: Cuentos de la Edad de Oro (Rumania, 2009), que desmitifica las falsas verdades del régimen y parodia su manera de esconder la realidad. La era dorada jamás existió, a no ser que sus personajes perteneciesen a la élite servil y espía que los preservaba. Pero el filme de Mungiu aborda la tragedia desde un punto de vista jocoso, mientras que Müller lo cuenta de manera más que trágica, desesperanzada.

Algún oficial de la policía secreta de Ceaucescu declaró que la escritora mentía, que aprovechaba la situación para obtener crédito literario, que exageraba en su condición de “perseguida”. En tierras bajas no es un ataque al gobierno. No uno directo. Una niña relata su entorno familiar, vecinal, geográfico, concreto, onírico. Lo que describe no es por supuesto lo que llamaríamos una familia modelo, un poblado idílico, inmejorables circunstancias. Muy por el contrario, todo parece estar de cabeza. El pueblo, como la mayoría de los villorrios del mundo, hierve de envidia, alcoholismo, violencia familiar, de género; pobreza endémica. Lugar donde no cabe la esperanza, donde lo más sencillo es acunar vileza, abyección. Entonces, perteneciendo esta geografía a un país preciso, donde una ideología determinada pone énfasis en la cuasi perfección de sus condiciones de vida, lo de Müller equivalía a despiadada denuncia.

Cuando Jorge Amado y Zelia Gattai, su esposa, retornaban a Brasil luego del exilio en los países socialistas, el autor había cambiado. No lo decía porque era reservado o demasiado buen militante, y no quería hablar sobre lo que más había oído que visto en el edén socialista: tortura, ausencia de libertad de expresión, el comunismo opuesto a sus presunciones, a sus bravatas paradisíacas e igualitarias, que no existían. Dice un columnista brasilero que a partir de allí Jorge Amado se hace grande y universal escritor; desde allí sus mujeres soberbias, el color, el festejo. El abandono de Amado de una literatura, quizá una posición, de compromiso era a su modo bofetada a la falsía que lo entusiasmó. En Herta Müller, víctima porque nace dentro del monstruo, es conciencia de que las cosas no van bien, no funcionan.

Cito a la Nobel de Literatura 2009: “Y yo sigo pensando que la Virgen María no es una auténtica Virgen María sino una mujer de yeso, y que el ángel tampoco es un ángel de verdad, ni las ovejas son verdaderas ovejas, y que la sangre no es más que pintura al óleo”. Podría servir de descripción de la Rumania con la estrella roja. Nada era lo que parecía ser. Se había instalado un decorado que se extendía desde Bucarest hasta Moscú, de utilería, que no aguantó un soplo de liberación que terminó barriendo la teoría y la escasa práctica en un tris.

Sin embargo, y lo repito, Herta Müller no me sorprendió por cierta sofisticación de disidencia. No puedo deshacerme de preferencias que han hecho de la literatura europea central y oriental mis favoritas. Crecí con Polonia -Sienkiewicz- en la mesa de noche, y con las letras judías que siempre formaron parte de ellas. Gocé con Bashevis Singer como lo había hecho atrás con Scholem Aleichem. Sentí junto a Kafka fascinación y asombro por los judíos orientales, pero también por los que como él habitaban las urbes letradas del centro. Mas no únicamente los judíos: estaban los checos, los rumanos, los húngaros desde mis primeras lecturas de Mor Jokai; búlgaros y alemanes; austriacos ni qué decir; polacos, y entre ellos cada uno de sus grupos específicos, fuesen silesios, suabos, valacos… Los rusos, incluyendo ucranianos, rusos blancos. Müller me lo trajo de regreso: penumbra, humedad, miseria, lo viscoso que está en Panaït Istrati como en ella. Misterio.


18/09/12

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