jueves, 23 de febrero de 2012

LA COSA QUE ARDE JAZZ CLUB. Domingo López



"La cosa que arde" Jazz Club
(Divertimento tunante para borrachos y animales)

Para el Txiki, que andará por ahí

En “La Cosa que Arde” casi nadie pagaba. Los clientes, es decir, los cuatro asiduos que abrevábamos alcohol matarratero y que lo cerrábamos todas las noches teníamos, prácticamente, la barra libre y sólo a algún curioso incauto o guiri muy despistado o cualquiera que tropezaba en la acera y caía por la puerta se le cobraba con creces el trago pavoroso que les incendiaba el gaznate y les hacía huir a la calle en busca de una fuente adonde meter la cabeza o les obligaba a correr hacia el WC hediondo, presos de una diarrea instantánea. En fin, lo que quiero decir es que esto duró, más o menos, dos años y tres meses, el tiempo que el bareto, en su nueva etapa, estuvo abierto acogiendo nuestros sueños, bostezos y desvaríos. Lo sé con semejante exactitud no porque tenga una excelente memoria sino porque la jornada de la inauguración, para celebrar como se merecía que un club de jazz abría en nuestro arrabal, emulando sin disimulo a los de Niu Yor, le regalé al dueño magnánimamente un almanaque de publicidad de la panadería del Cojo Marcote, donde yo había dejado de trabajar como recadero para incorporarme dinámicamente a esta emocionante aventura hosteleromusical y en el cual una fulana pelirroja, en la página correspondiente a julio, sonreía mostrando sin recato sus ubres asombrosas. Y allí seguía, colgada de un clavo en la pared y sin haber sido arrancada la hoja del mes, con sus carnes excesivas sólo tristemente tratadas por las moscas que se habían dedicado con perverso interés a decorarla con cientos de cagaditas, cual lunares coquetos y diminutos. 1996, ponía. Es invierno, creo que estábamos en Octubre, medité. Conté con los dedos hasta llegar al 1998. Efectivamente, 2 años y pico, pensé suspirando, orgulloso de mi admirable cacumen. El club, por llamarlo de alguna manera, estaba situado en un callejón de mala muerte, lleno de gatos famélicos y fachadas leprosas y cuando nos apetecía o había conciertos, por llamarlos también de alguna manera, sacábamos junto a la puerta, solemne y absurdamente, aquel gordito carialegre y de madera, emblema del antro, que alguna vez estuvo en la puerta de una casa pomposa de comidas, con su gorro de cocinero, su servilleta blanca sobre el brazo y su bandeja servil. Y apoyado sobre esta poníamos un cartón escrito a rotulador con el programa o el nombre, inventado minutos antes, de la banda de locos que iban a perpetrar la velada. Y como Secundino, o sea el dueño del garito o sea La Momia apenas sabía hacer la o con un canuto, era yo quien, con una letra singularmente florida, escribía dicho cartelito que siempre adornaba con el dibujo de un rechoncho cerdo con levita, puro y evidente aspecto de banquero, único trazo artístico que, laboriosamente, con la lengua fuera y entre los labios, fui capaz de hacer. Y como digo, esto realmente duró hasta la noche en que La Momia, o sea mi jefe o sea mi tío y mentor, se quedó dormido sobre el mostrador, como siempre. Yo lo miraba y trataba de adivinar, observando su sonrisa de aligator satisfecho, si estaría soñando con despachar pronto cócteles molotov o con despampanantes hembras ligeraditas de ropa, sus fantasías favoritas. Y en aquella ocasión, poco antes de cerrar - recuerdo que en la tele, en el único canal que se veía, ponían una peli patética de Manolo Escobar y que llovía y en el bar no había nadie, bueno solo nosotros, los fantasmas valientes de siempre - volvió entonces a abrir un ojo, luego el otro y con una porfía tan mecánica como cotidiana dio, tras desperezarse, su ya clásico y magistral consejo:
- Muchachos, no lo olvidéis, las mejores barricadas con los confesionarios del clero y los roperos de los burgueses, que la cosa... - y empezó extrañamente a reír, como escupiendo carcajadas postizas, y terminó la frase no con el tono jocoso habitual sino con un berrido agreste que hizo callar hasta a la trompeta cacareante y abollada de Johnny Mhecanzo que, imperturbable, ensayaba o improvisaba en sordina, trabajosamente, su solo estelar y delirante... (sigue)

Domingo López
Inédito
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