domingo, 8 de noviembre de 2009

EL DESIERTO DE LA SOLEDAD. Patxi Irurzun


El desierto de la soledad. Así es como llamaron a este lugar los monteros que deforestaron gran parte de la Selva Lacandona en el siglo XIX, trabajando para los madereros tabasqueños en régimen de semiesclavitud, atrapados en una cárcel de lodo y de intrincados bosques, lejos de cualquier lugar habitado y habitable. Los mismos monteros que aparecen en algunos libros de Bernard Traven, el autor de “El tesoro de la sierra madre”, quien pasó buena parte de su enigmática vida entre los indígenas de Chiapas, y cuyas cenizas fueron esparcidas no muy lejos de aquí, en el río Jataté.
Ahora que la noche cae sobre la selva, me he acordado de él, de una de sus frases que conozco de memoria, y que me suelo repetir a mí mismo como un mantra cada vez que las cosas no van bien: “Persiste. Continúa luchando. No te rindas. Escúpele a la cara a la muerte y vuélvete hacia el otro lado. El sol todavía está en el cielo, rodeado de estrellas”.
Me ha parecido que esas palabras Traven sólo las pudo haber escrito aquí, bajo este cielo estrellado, en el que se extingue un sol de fuego sólo para coger fuerzas y lucir mañana con más intensidad.
Estamos en La Garrucha, uno de los cinco caracoles zapatistas (el también llamado “Resistencia hacia un nuevo amanecer”). Los caracoles son una especie de centros administrativos civiles dentro del territorio rebelde. Nosotros, por ejemplo, traemos el dinero recaudado para construir un hospital en un pueblito llamado Culebra, y es aquí donde debemos entregarlo.
Hemos llegado hasta el caracol después de unas ocho horas de tortuoso viaje, de sol, polvo y agujetas. El primer tramo, la carretera que une San Cristóbal de las Casas con Ocosingo y que sigue hasta Palenque, estaba asfaltado, aunque cada doscientos metros había unos molestos topes. Aparentemente se trata de una medida para reducir velocidad, pero lo cierto es que esta carretera tuvo una importancia vital en el alzamiento rebelde de 1994 y supongo que si vuelve a haber escaramuzas esos topes (a los que por algo llaman guardias dormidos) dificultarían el avance o la retirada de los zapatistas, mientras que los potentes “jeeps” y tanques del ejército mexicano los rebasarían sin problema. Lo digo —en mi ignorancia total sobre asuntos militares— porque, más adelante, cuando hemos tomado ya las pistas de tierra que conducen a territorio insurgente, nos hemos cruzado en dos o tres ocasiones con convoyes militares, y sus vehículos eran potentes y modernos, preparados para moverse sin problemas en cualquier terreno. Resultaba extraño, como si se tratara de un error de “atrezzo”, ver esos modernos todoterrenos pasar ante las humildes casitas —esas casitas que parecían como las del primero de los tres cerditos, a las que se podía derribar con un soplido— y también a los soldados, perfectamente uniformados, al lado de los campesinos descalzos.
Nunca me acostumbraré a ello, y sin embargo lo he visto en todos los lugares a los que he viajado: cuanto más miserables son las condiciones de vida de la gente, más sofisticadas las armas de los soldados. En Chiapas la mitad de las casas tienen piso de tierra, tres cuartas partes de las viviendas son de una sola habitación y la mitad de éstas albergan a nueve o más personas. Chiapas ocupa el primer puesto nacional en producción de café, el segundo en producción de ganado, el tercero en producción de maíz, pero tiene el récord del primer lugar en índices de desnutrición (y además otros curiosos y sospechosos récords como el de velocidad de votación: en 1988 en una urna electoral se recontaron una cantidad de votos tal a favor del PRI que suponía una papeleta introducida en ella cada 10 segundos). Todo esto quiere decir que, en consecuencia, una buena parte del presupuesto militar nacional también se destina a Chiapas. Es absurdo. Seguramente con todo ese presupuesto se podrían solucionar todas las carencias sanitarias, combatir el analfabetismo y el hambre en la región… Y tal vez así los indios no hubieran tenido que alzarse, y la presencia del ejército no sería necesaria.

El caso es que tras varias horas proponiendo ideas que dotaran a este mundo inhumano de un poco de lógica, que lo aliviaran de los baches y el polvo, hemos llegado a La Garrucha.
En el caracol, el recibimiento ha sido algo frío. Apenas hemos bajado del autobús nos han conducido a un pequeño barracón y nos han pedido los pasaportes. Supongo que es una cuestión de seguridad, pero me ha resultado chocante, incluso molesto. Ninguno de los convoyes militares con los que nos hemos cruzado nos ha parado y ahora son aquellos a quienes venimos a mostrar nuestra solidaridad, quienes nos controlan. Después nos han dicho que esperemos fuera y que no nos movamos ni saquemos fotos.
La Garrucha es un gran claro en el bosque, un rectángulo formado por varios barracones de madera, todos ellos cubiertos por coloridos murales. El más próximo al lugar en el que nos han hecho esperar es la Oficina de Vigilancia del Buen Gobierno. En el tejado hay varios postes eléctricos y una pequeña antena parabólica. Incluso, según hemos podido ver más tarde, en La Garrucha hay hasta un ciber-café, el primero en todo el territorio rebelde. Me parece tan increíble que me he enviado a mí mismo un email desde allí para recordar a la vuelta que no lo soñé. Junto a la cafetería se ve también una pequeña iglesia, un curioso edificio pintado de color rojo. Parece una catedral de bolsillo, un templo jibarizado. Es la primera iglesia levantada en un caracol. Y hay también una biblioteca, una clínica dental, un puesto de alquiler de bicicletas… Escribirlo aquí es muy fácil, sólo son dos líneas, pero esos rudimentarios barracones con el suelo de tierra y los rótulos pintados a mano —“escuela”, “cooperativa de mujeres”, “campamento civil”— son el resultado de muchos años de lucha y sufrimiento.
La Junta del Buen Gobierno ha tardado una hora en recibirnos. Nos han hecho pasar a una sala, nos han devuelto los pasaportes y han preguntado qué queríamos. Eran cuatro. Dos hombres y dos mujeres, sentados tras una mesa y bajo unos retratos de Emiliano Zapata y Ricardo Flores Magón. Les hemos dicho que les traíamos los fondos para el hospital de La Culebra y que queríamos llegar hasta allá al día siguiente. Ellos escuchaban en silencio. Nuestro grupo es bastante numeroso y al principio me ha parecido que los miembros de la junta estaban cohibidos, pero después una de las mujeres no ha tenido ningún reparo en apoyar su cabeza sobre la mesa y echar una cabezadita mientras hablábamos.
Finalmente han dicho que tenían que decidir, que ahorita nos contestarían (el término “ahorita” en México es muy peligroso, puede variar entre algunos minutos y unas cuantas horas) y nos han dado permiso para movernos por el caracol. Hemos salido de la sala un tanto decepcionados.
Después hemos sabido que la Junta del Buen Gobierno lleva varios días sin dormir. Se turnan cada ocho días en el cargo. Para las mujeres, sobre todo, es muy duro. A pesar de que sus derechos están avanzando, el machismo sigue siendo el rey, y una mujer tantos días fuera de casa, separada de su marido, desata habladurías, supone días de trabajo perdido y acumulado (porque son ellas las que llevan el peso de los hogares)...
Frente al barracón de la Junta, además, hemos visto a algunos campesinos esperando, tumbados sobre la hierba. Han andado durante muchas horas para llegar hasta allí y plantear alguna demanda o esperar solución a alguna de sus quejas… Alguno de ellos puede incluso que venga a exponer un asunto grave, un delito de sangre, porque los caracoles administran su propia justicia. No existe una ley escrita, a menudo se recurre a los usos y costumbres indígenas. Por ejemplo, en caso de homicidios, en ocasiones al asesino se le hace responsable de mantener de por vida a la familia del muerto. En territorio zapatista, dicen, no hay cárceles, pero sí justicia.
Nuestra presencia, por tanto, no tiene por qué ser más importante que la de esos campesinos, ni la resolución de nuestros planteamientos más urgente.
Nos lo hemos tomado con calma, por tanto, aceptando que esta vez “ahorita” quería decir varias horas. Yo he aprovechado para estudiar detenidamente los murales pintados en los barracones. Los había de diferentes estilos, algunos se asemejaban a la propaganda republicana de nuestra guerra civil, otros resultaban menos agresivos, con zapatistas de grandes ojos bajo el pasamontañas (guerrilleros que podrían ser amigos de Mafalda). “La esperanza es como las galletas de animalitos: no sirve de nada si no se tiene dentro”, se lee en uno de los barracones. Y en otros: “Sin justicia no hay paz”; “Enmascarados para desenmascarar al poder que nos humilla”…
El último barracón que he visitado ha sido el de la cafetería. Es tan pequeña que hay que entrar a cenar por turnos de doce personas. Me han servido un plato de frijoles y algunas tortitas de maíz. La dieta de las comunidades. Después un café, solo y aguado, que he rechazado amablemente intentando evitar o retrasar la venganza de Moctezuma, la terrible diarrea del viajero (en el caracol además, hay sólo una letrina, sin luz, y es un agujero pestilente en un suelo de madera).
Cuando he salido fuera, comenzaba a anochecer. Todavía la Junta del Buen Gobierno no había decidido nada, ni nos había asignado un lugar donde pasar la noche.
Me he reunido con los demás, que estaban fumando tranquilamente o durmiendo ya, tumbados sobre la pista de baloncesto. Ha comenzado a refrescar y el cemento ha acumulado todo el calor del día. El sol, como un gran balón de color naranja, se ocultaba tras los tableros negro, con una estrella roja en el centro. En el cielo brillaban miles de estrellas más y sus destellos se confundían con los de las luciérnagas, posadas en las copas de los árboles.
Ha sido entonces cuando he empezado a escribir y he recordado a Bernard Traven. Creo, sin duda, que a él le hubiera gustado ver esto, y estar aquí, y comprobar que allá detrás, en lo profundo de la selva, un puñado de hombres y mujeres valientes continuaban escupiendo a la muerte en la cara.

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