Nuestra culpa nunca fue
nuestra. Y para creerlo
elegimos caminar lo más lejos
de todas esas manos vuestras
con uñas delicadas, iguales
a las de la monja que se murió
de cáncer de pecho -el primer
cadáver será por siempre el mismo-,
iguales
a una muñeca de porcelana cansada
de romperse. Caminamos
hasta encontrar nuevos carteles
y nuevos tipos de cerveza, nuevas
paradas de autobús y otras caras
que no supieran nombres antiguos.
Avanzamos hasta el punto
donde intentamos dibujar el eje
para la ternura, tejernos una manta
y ser tan maravillosos como en las pelis.
Las luces de la gran ciudad nos recordaron
lo mucho que se extraña a los monstruos
cuando dejan de vivir
debajo de la cama.
nuestra. Y para creerlo
elegimos caminar lo más lejos
de todas esas manos vuestras
con uñas delicadas, iguales
a las de la monja que se murió
de cáncer de pecho -el primer
cadáver será por siempre el mismo-,
iguales
a una muñeca de porcelana cansada
de romperse. Caminamos
hasta encontrar nuevos carteles
y nuevos tipos de cerveza, nuevas
paradas de autobús y otras caras
que no supieran nombres antiguos.
Avanzamos hasta el punto
donde intentamos dibujar el eje
para la ternura, tejernos una manta
y ser tan maravillosos como en las pelis.
Las luces de la gran ciudad nos recordaron
lo mucho que se extraña a los monstruos
cuando dejan de vivir
debajo de la cama.
Sofía Castañón, del poemario Últimas cartas a Kansas ( La Bella Varsovia, 2008 ).
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