Ya la valía, precisamente ahora que le habían devuelto las visitas semanales con su hija, una rubilla de cinco años y cara gruesa que la esperaba impaciente cada fin de semana en la residencia de protección de menores. Encuentros de alto voltaje emocional que acontecían todos los sábados e incluso algunos domingos, pues la dirección de la residencia estimaba que a la cría le sentaban bien. Era bastante obvio que esta vez la estancia en el C.A.D. estaba resultando positiva.
En las bienvenidas la pequeña demostraba que la amaba con locura pintándola "mamis" a besos en el pellejo de la piel, abrazando con orgullo su dentadura vieja, apenas suya. En las despedidas se ahogaba en un mar de berrinches y espumarajos que le duraban hasta la siguiente visita. "Es mi madre", gritaba, y la asistenta social callaba ruborizada de pena, admirando el amoroso orgullo vocacional e incondicional de la pequeña. No le asustaban, o no veía la niña, los famélicos fantasmas de la fatalidad que moraban en su madre.
Ahora, que parecía que la Angie se lo estaba burlando.
No se entendía, cómo la Angie se pudo volver a poner, no se entendía. Ahora que por fin lo había dejado. Ahora que su hija. Ahora, con tanto medicamento para ralentizar el sida. Ahora que lo sembrado germinaba. Quizá fue la alegría, se dijo, ya se sabe cómo es el vicio, que llega con las penas pero también con las alegrías.
De la Angie se supo días después que murió por culpa del medicamento que utilizaba para desintoxicarse, que producía somnolencia. Que se durmió al volante, pobriña, que sobró curva.
No tuvo a quien contar el enfermero del Samur, que la había encontrado desnucada sobre el asiento del conductor con los labios pintados de esperanza y un restillo de sueño adherido a la punta de los dedos, al precipicio de las uñas.
En las bienvenidas la pequeña demostraba que la amaba con locura pintándola "mamis" a besos en el pellejo de la piel, abrazando con orgullo su dentadura vieja, apenas suya. En las despedidas se ahogaba en un mar de berrinches y espumarajos que le duraban hasta la siguiente visita. "Es mi madre", gritaba, y la asistenta social callaba ruborizada de pena, admirando el amoroso orgullo vocacional e incondicional de la pequeña. No le asustaban, o no veía la niña, los famélicos fantasmas de la fatalidad que moraban en su madre.
Ahora, que parecía que la Angie se lo estaba burlando.
No se entendía, cómo la Angie se pudo volver a poner, no se entendía. Ahora que por fin lo había dejado. Ahora que su hija. Ahora, con tanto medicamento para ralentizar el sida. Ahora que lo sembrado germinaba. Quizá fue la alegría, se dijo, ya se sabe cómo es el vicio, que llega con las penas pero también con las alegrías.
De la Angie se supo días después que murió por culpa del medicamento que utilizaba para desintoxicarse, que producía somnolencia. Que se durmió al volante, pobriña, que sobró curva.
No tuvo a quien contar el enfermero del Samur, que la había encontrado desnucada sobre el asiento del conductor con los labios pintados de esperanza y un restillo de sueño adherido a la punta de los dedos, al precipicio de las uñas.
Lo había arañado, esta vez lo había arañado.
Del libro Días de speed a falta de rosas. Kike Babas ilustrado por Ramone ( primavera de 2008 ).
..me gusta..
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