Ingobernable a todas luces, inclasificable y libre, propietario de un talento fuera de lo normal, Rafael Berrio ya era un habitual de la escena musical donostiarra en los primeros 90 del pasado siglo. Diego le conoció cuando aquel militaba en Amor a traición. Aunque en realidad eran el resto de músicos quienes militaban en las filas de Berrio. Él era el compositor, el letrista, el alma del grupo. Una actitud muy punk, muy Velvet Underground. Berrio tenía mucho de Lou Reed, por aquel entonces, y no poco de Dylan. Eran sus principales referencias por aquellos tiempos. Diego les ayudó a terminar su segundo disco, y ahí nació una amistad inquebrantable.
Berrio transitó todos los senderos musicales que su voracidad y carencia de prejuicios le mostraron: del punk al rock velvetiano henchido de Lou Reed, pasando por la chanson, a la francesa, envenenado de Brassenss, sin ningún tipo de prejuicio, ya digo, ebrio de melodía y henchido de una capacidad lírica que bebe de los clásicos españoles y ronronea a las piernas de Valle-Inclán. Ningún autor en este país ha alcanzado las cotas líricas que Berrio impregnó a todas sus canciones, afiladas de un léxico opulento y sarcástico que convertía cada una de sus piezas en una orfebrería de sensaciones descomunalmente desgarradas. Lou Reed, Brassens y Valle-Inclán: tríada de poetas mordaces y malencarados, descomunales, reptaban la creatividad de Berrio logrando convertirlo en un genio sin igual, uno de esos músicos que, en otro tiempo en otro lugar (Lapido dixit) hubiesen alcanzado el mayor de los reconocimientos.
Su voz, tan personal, la carga poética de sus letras y una sabiduría musical no ceñida a los corsés de las tendencias, convertían a Berrio en un maestro, tanto en el estudio como subido a cualquier escenario.
«No sólo de amor», canta Berrio en la voz de Diego y este parece ir a quebrarse en cualquier instante, especialmente cuando canta «qué tengo yo que ver con una acacia en flor», verso en que Diego resume la capacidad lírica de Berrio. Sólo él podía escribir un verso así para esta canción. La admiración hacia Rafa es absoluta, y admirar a músicos, al menos españoles, admiro a pocos, la verdad, soy sincero. Respetar, sí, a todos, claro, y muchos me gustan, pero admirar, a pocos, y Rafa es uno de ellos. Su amistad ha sido uno de los mejores regalos que me ha hecho la vida. Existe un vínculo con él que aún sigue latiendo.
Un artista inclasificable y todo un personaje en sus declaraciones y su actitud, siempre con un buen cargamento de frases lapidarias dirigidas a defender su trabajo musical del momento, ajeno a correcciones y henchido de deliciosas contradicciones. La paradoja parecía envolver su manera de estar en el mundo, de comprenderlo y de hacer música. La paradoja respiraba violenta, enseñando los dientes, en cada una de sus letras. Poseedor de una dialéctica demoledora que sabía escanciar con mimo en el matraz vergel de su imaginario musical, antes de regalar al mundo temas inolvidables como ese en que siete minutos se quedan cortos para cantar al «Niño futuro». Un derroche sin igual de verborrea sarcástica, tempo e intensidad.
Es fácil pensar que cuando Diego le llama maestro de maestros tal vez pueda vislumbrar que tiempo después de forjada esa amistad, tras años de transitarla y escuchar la música de Berrio, se sienta más libre a la hora de componer y afronte canciones río como esas con que nos está deslumbrando en los últimos tiempos. Canciones que bien podrían estarse mirando al espejo del «Niño futuro» de Berrio para sentirse igual de libres y sonar con idéntico magnetismo.
Ingobernable a todas luces y pleno de una luz que, pueda ser, intentaba esconder en bares tristes y oscuros para no deslumbrar a los circundantes, tan ensimismado en su mundo creativo que no le importaba si nadie le estaría agradecido por sus composiciones. Su arte giraba, como peonza, sobre sí mismo y, como peonza, desprendía fulgores y vértigos de los que muchos, al escucharle, como si hubiésemos entrado en un bar sombrío sobre cuya barra refulgen botellas que contienen todas las tristezas antiguas, ya no podemos salir.
Pablo Cerezal,
de Diego Vasallo, trayectoria de una ola
(Parkour Poético, 2024)
Información y pedidos en:
Extraordinaria semblanza. Gracias.
ResponderEliminar