Tengo miedo, dicen los valientes,
los santos les cierran los párpados
con hilo fino y costuras de ángeles
en la promesa de que otros cuidarán de sus hijos,
de que serán otros los que amen a sus mujeres.
Los dioses conocen a cada muerto por su nombre,
saben del coste de sus actos,
contabilizan cada medalla al valor,
cada hazaña realizada en suelo hostil.
Los dioses, ellos que están en guerra contra sí mismos,
no morirán nunca,
no hasta que siga en pie el último soldado.
Tengo miedo, dicen los valientes,
antes de que silbe una bala
dirigida a la cabeza de quien les puso allí
y les perfore el casco con un último pensamiento.
Arrastrar los cadáveres por los pies, hacer
de los patios de escuela salas de autopsias,
de los hospitales cráteres donde dar de comer a los lobos
las placentas del paritorio.
Los iluminados tienen palabras para cada baja,
tienen
un millón de frases ingeniosas para cada daño colateral,
tienen
una promesa inútil con cada llanto
y el precioso coste calculado
de la metralla antes de estallar.
Los iluminados, están en guerra contra nosotros,
no morirán nunca,
hacen del sufragio universal un mar de sangre,
una red de mentiras contadas al viento del olvido;
no morirán nunca,
no hasta que no quede ningún inocente
sobre el solar arrasado de este planeta tomado
de forma ilegal.
Tengo miedo, dicen los valientes,
apenas se les escucha envueltos en banderas patrias,
llenas sus bocas de gusanos condecorados.
Regresan los héroes mudos a un hogar en ruinas
donde todo está en pie, pero bajo escombros,
todo parece igual, pero distinto,
salvo la pala que cava en la tierra
agujeros sin fondo,
salvo los estandartes orgullosos
que cuelgan de los balcones de ignorantes
y las sogas de canallas.
Tengo miedo, dicen los valientes
y asienten con los ojos cerrados,
los cobardes,
ante un ramo por hacer
de flores condenadas a morir.
Francisco Soto
Aparecer en hankover.blogspot.com por tercera vez es un honor para mī que amo la carne cruda.
ResponderEliminarCon la ceniza del cigarro hago corazones rotos de colores grises con mis dedos sobre el teclado cada vez que cuelgo un poema en la certeza de que al abrir la ventana los borrará la corriente.
Pero Hankover siempre perdura.
Gracias, Vicente.