Bajamos de las nubes en estado de gracia, en enormes desfiles donde siempre desaparece algún conocido, como si hubiéramos estado meses entre las ruinas de la noche y faltaran sentimientos y sobraran estrellas. Observando las colinas cercanas apareció la gran columna de humo negro que el tren del futuro, desde su cabeza contaminada, lanzaba hacia el pasado. El ultimo vagón, el más pesado de todos, arrastraba la culpabilidad del mundo. Viajaban hacia el sur buscando nuevos afectos más consolidados, insistiendo en la búsqueda del extremo más oscuro de la libertad perdida.
Al fin llegamos a casa. Habían desaparecido las telarañas. Los huesos viejos perdieron su armadura al caminar tan despacio y nuestros corazones de acero solo esperaban las señales oportunas para desaguar íntegramente la amargura acumulada en tan largo viaje. Con nuestra vuelta hemos reventado sus cálculos, sus fórmulas matemáticas de hombres que entre ellos se fanatizan como ecuánimes. Sus antiguos hábitos de codicia han modelado un gallinero casi indestructible, aunque aún nos queda un trozo de madera que flota detenido en la ultima gota de agua que guardamos solo para nosotros.
La fiesta nos espera. Es una buena oportunidad para tomar una decisión y desplomar con rapidez ese cielo artificial por donde transita toda la mendacidad del mundo. Debemos reinventar la vida, precipitarnos trascendentes tras lo indulgente del ser humano. Quemar todo lo que odiamos. Sentarnos en el palco más alto de la supervivencia y desarrollar un escenario lleno de energía intelectual positiva, sin sufrimientos. Con amor, las ideas crecen de manera honesta con una perfecta visión de la historia que hay detrás y frente a nosotros, atravesando a la carrera el bosque de huellas que paraliza nuestros cerebros.
Hace tiempo que los periódicos dejaron de existir pues no hay novedades. Hace decenios que no evolucionamos, que nuestra permanencia está comprometida y unida a causas prácticamente perdidas. Aun así sabemos que somos capaces de fracturar hasta las cadenas más románticas inventadas, capaces de asomarnos con rostros sonrientes a las más profundas grietas de esta tierra para hacerla más libre aunque no podamos volver a ser criaturas débiles, aunque no podamos entendernos entre tanto miedo. Hemos estado en torno a una comodidad, víctimas del sudor del trabajo. Ya no hay. No tenemos excusas.
Tendremos que dirigirnos hacia el sur siguiendo a los cráneos brillantes que escribieron tanta basura, vengar tanto deshielo y tanta esclavitud, anticiparse a lo que están esperando. No hay nada que perder. Todo aparece como una recompensa. ¿Será esa lucha nuestro destino? ¿Habrá demasiadas lágrimas en nuestros ojos? Quizá podremos hablar entre nosotros. La cara contra el cristal, los ojos acariciando el hambre y el frío. Grotescos el tiempo y el aire que se respira, las leyes que nos conquistaron cuando la luna aun nos ofrecía sus virginales pulmones. Yo, que comencé a vivir a base de golpes, con una brutal adicción al salvajismo carmesí, a desplomarme desnudo sobre otros cuerpos, ahora debo moverme sigiloso para que la historia sea un poco menos cíclica, que la razón sea quien actúe como protagonista principal, se precipite y encienda la luz de los abismos abiertos en tantos sótanos de los Estados, siempre unidos y borrachos. El juez y su peluca, la pequeña y dulce militante, la nieve que madura en los cuernos del ciervo que apuñalan el globo, que vuela a través del desierto y que dejó la última bomba.
Un agujero tan profundo, tan negro y ahogado que ninguna brisa le da reposo. Hacía tanto tiempo que no existía diálogo entre el poder y el pueblo, que el conocimiento había dejado vacante su lugar primordial y cercano. La naturaleza no tiene ya el lugar que se merece. No existe ni un solo final feliz, solo nubes y promesas incumplidas. La juventud no tiene tiempo para el placer y la madurez no puede detenerse a contemplar lo realizado. De este modo, el deseo está erradicado casi por completo. Ellos lo quieren así.
Nosotros, no.
Ramón Guerrero
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