viernes, 17 de julio de 2020

AZUL por PEPE PEREZA



Azul es el color que se percibe ante la fotorrecepción de una luz cuya longitud de onda mide entre cuatrocientos sesenta y cuatrocientos ochenta y dos nanómetros. La llamada pantalla azul de la muerte o pantallazo azul hace referencia a la pantalla mostrada por el sistema operativo Microsoft Windows cuando no puede recuperarse de un error de sistema, al cólera también se le conoce como la muerte azul, azul es la sangre de los pulpos y la piel de los ahogados y azul pretendía ser éste salón que he dejado a medio pintar. Aún están ahí el bote de pintura, las brochas y el rodillo, ahí siguen los rodapiés ocultos tras el papel de periódico y el suelo con plásticos por encima. Lo único operativo que hay ahora mismo en el salón son un sillón y el televisor, el resto de los muebles aguardan en el pasillo, los pocos que permanecen en el salón están separados de la pared cubiertos con sábanas viejas. Desde hace unas semanas he estado acudiendo al hospital para que me realicen diferentes pruebas: análisis de sangre, placas, extracción de médula, tac… todo para que al final se confirme lo que los médicos y yo ya nos temíamos, que además de tres úlceras, una de ellas de casi cinco centímetros, tengo un cáncer en el parte baja del estómago. Para empeorar las cosas, dos días después del diagnóstico se decreta a nivel nacional el estado de cuarentena por el tema del coronavirus. Así que con este percal no tengo ímpetu para hacer nada, menos aún para terminar de pintar el salón. Sólo tengo fuerzas para tumbarme en el sillón, fumarme unos porros y ver en la tele cómo el mundo entero se confina en sus casas.

Siete y media de la mañana, me dirijo en coche al hospital para el primer tratamiento de quimioterapia. Estoy nervioso y apenas he pegado ojo en toda la noche, ese maldito miedo a lo desconocido. Nadie me ha explicado en qué consiste el tratamiento al que me voy a someter y en su momento yo tampoco pregunté. No sé el tiempo que tendré que estar ahí ni de qué modo me va a afectar, y eso acojona. En el papel que me dieron pone que al tratamiento lo llaman Rituximab, que suena a personaje de las historias de Astérix y Obélix. Aunque de ese papel lo que realmente me llama la atención es la cantidad de posibles efectos secundarios que pueden derivar de dicho tratamiento, van desde el cansancio hasta la caída del cabello, pasando por úlceras en la boca, vómitos, diarreas, esterilidad, irritación en la piel, falta de defensas… Lo bueno es que con la cuarentena no hay tráfico ni gente, las carreteras y las calles están vacías y puedo conducir sin el agobio que conlleva estar rodeado de otros vehículos. Salgo de la calle Chile y entro en la rotonda que da a la circunvalación. Un poco más allá la policía ha montado un control. Uno de los agentes me hace señas para que me detenga. Paro el coche y bajo la ventanilla.

-Buenos días –dice llevándose la mano a la frente en una especie de saludo militar.

-Buenos días –respondo.

-¿A dónde va?

-Al hospital San Pedro. Hoy empiezo un tratamiento.

-¿Me puede enseñar algún documento que lo pruebe?

-Sí, claro.

Echo mano al bolsillo interior del abrigo, saco el papel de la cita y se lo entrego. El policía lee el contenido y me lo devuelve. 

-Debería llevar mascarilla –me advierte.

-Lo sé, pero en las farmacias se han agotado y no sé dónde comprar.

-Está bien, puede continuar.

Llego al barrio de La Estrella y busco donde aparcar. Encuentro sitio en un descampado que está al final de la calle Alameda. Antes de salir del coche veo que me queda tiempo para un último porro, de modo que me pongo manos a la obra. En la radio dicen que el tiempo de cuarentena se alargará indefinidamente. Estoy harto de tanto coronavirus, cambio de emisora hasta dar con una donde ponen música clásica. Piano, violines y violas en una mañana fría y gris. Vivimos días extraños, días de miedo e incertidumbre. Claro que para mí todos estos sucesos son secundarios. Supongo que el hecho de tener un cáncer empequeñece el resto de las cosas y las hace parecer menos reales y amenazadoras de lo que son. Es como estar atrofiado emocionalmente. Fumo con el ansia que fuma el reo antes de ser ejecutado, apuro el porro hasta el filtro, después salgo del coche. A lo lejos veo el hospital con su letrero de color azul claro muy parecido al tono de azul que he elegido para las paredes del salón. Casi enfrente del hospital está la Parroquia San Pio X, sobre la puerta principal hay una estatua de Jesucristo cubierto con una sábana que se pega a su cuerpo por la fuerza del viento. Lo miro de reojo. Sería tan fácil pedirle ayuda y esperar que con su acción divina se curen todos mis males, pero no creo en Dios, es lo malo de ser ateo, que solo dependes de ti mismo. Accedo al hospital por la zona de consultas. Al final de la planta baja, pasando el módulo de hematología, está lo que llaman hospital de día. Entrego la cartilla en el mostrador que está a la entrada. La cartilla me la dio días atrás la doctora que lleva mi caso, en ella están reflejados mis datos junto a las fechas y horarios de los tratamientos que debo seguir, la doctora también me dio unas pegatinas con un código de barras que tengo que entregar con la cartilla. A cambio, una de las enfermeras, me da una pulsera de plástico con mi nombre el mismo código de barras que la cartilla. A través de unas puertas abatibles llego a la zona donde están ubicados los boxes. Hay una quincena de ellos situados en la parte izquierda siguiendo todo lo largo del pasillo, a la derecha hay un mostrador y detrás una zona habilitada para el personal médico. En los tres primeros hay camas, el resto disponen de uno o dos sillones, según el tamaño de los boxes. La mayoría están ocupados, así que tengo suerte cuando me asignan uno con cama. Me descalzo y me acuesto vestido. Una de las enfermeras viene, después de comprobar el código de barras de mi pulsera me pincha en la vena y me conecta a una máquina de percusión, es decir, un gotero con un mecanismo de empuje para líquidos, del que previamente ha colgado un par de bolsas pequeñas con un suero transparente. Viendo el tamaño de las bolsas deduzco que esto no durará mucho. La enfermera programa el gotero y controla que el líquido fluya a la velocidad que ha programado. En cuanto se pone en funcionamiento la máquina emite un zumbido parecido al de una impresora láser: Bzzzzzzzzzzzz, Bzzzzzzzzzzzz, Bzzzzzzzzzzzz, Bzzzzzzzzzzzz, Bzzzzzzzzzzzz, Bzzzzzzzzzzzz…

-¿Cuánto dura esto? –pregunto.

-Unas cuatro horas y media.

-¿Tanto?

-Al ser la primera vez, la velocidad que le ponemos a la máquina es la mínima. Lo hacemos así por si el paciente sufre algún tipo de alergia. 

-Entiendo.

-Si notas picores o dificultad al respirar, cualquier cosa que no sea normal me avisas inmediatamente tocando este timbre –dice señalando el timbre.

-Ok.

Sale volviendo la puerta. No ha pasado ni media hora cuando el gotero empieza a pitar, el líquido de las bolsas se ha acabado. La misma enfermera trae dos bolsas más, las sustituye por las vacías y vuelve a dejarme a solas. Al rato el gotero pita de nuevo, esta vez la enfermera trae una bolsa bastante más grande que las anteriores.

-Ahora viene lo gordo –dice mientras retira las bolsas vacías y cuelga la llena en el gotero.

-¿Es la última? –pregunto refiriéndome a la bolsa.

-Sí. A partir de ahora es cuando tienes que estar atento por si notas algo extraño. De ser así, me avisas enseguida.

Sale volviendo la puerta. Cálculo que tengo tres horas y media por delante. La noche anterior apenas he dormido y ahora estoy cansado. Cierro los ojos y me dejo llevar por la monotonía del zumbido. Bzzzzzzzzzzzz, Bzzzzzzzzzzzz, Bzzzzzzzzzzzz…

Me despierto con la sensación de haber dormido varias horas. Miro la bolsa que cuelga de gotero. No le queda mucho para vaciarse. Al estar dormido no he prestado atención a las posibles alergias. Hago un repaso de mi cuerpo y me doy cuenta de que estoy empalmado. No es una erección cualquiera, ésta me recuerda a esas erecciones de la adolescencia donde el levantamiento y la rigidez llegaban a ser dolorosos. ¿Será un efecto secundario de la medicación? ¿Debo informar a la enfermera? Pasan los minutos y la erección continúa. De hecho, sigo así cuando el líquido de la bolsa se termina y el gotero empieza a pitar. Me incorporo de la cama y me siento en uno de los lados esperando a que venga la enfermera. No tarda en llegar. Cruzo las piernas para ocultar el bulto de mi entrepierna.

-Bueno, parece que esto se ha acabado –dice al entrar.

Apaga el gotero, retira la aguja que tengo clavada en la vena y me pone un apósito encima del pinchazo.

-¿Has notado algo fuera de lo común? –pregunta.

Sopeso si comentarle lo de la erección, pero me da vergüenza y no digo nada.

-No, todo bien.

-Tu tratamiento no es de los más agresivos, aun así hay que estar pendiente.

Me recomienda que me cuide ya que estaré sin defensas y con el coronavirus rondando no conviene hacer tonterías. Le digo que lo haré, nos despedimos hasta la semana que viene y salgo de ahí a toda prisa. Lo primero que hago en cuanto piso la calle es encenderme un cigarro, estaba a punto de subirme por las paredes por el mono de nicotina. Aspiro el humo y lo retengo en los pulmones. 

Llego a casa y aún sigo empalmado. Empiezo a preocuparme. Sé que el priapismo visto desde fuera puede resultar gracioso, pero sé que las consecuencias para el que lo sufre son graves. En ese momento suena el móvil. Es alguien del hospital que llama para confirmar la cita de mañana. No tenía constancia de dicha cita. Por lo visto, para los siguientes tratamientos la doctora que lleva mi caso ha decidido que me van a instalar un catéter. Aunque jode que avisen con tan poca antelación digo que allí estaré. Al colgar noto con alivio que la erección ha desaparecido.

He mirado en internet qué es un catéter y no me ha gustado lo que he leído, eso de que te introduzcan una sonda a través de la vena del brazo y de ahí la hagan llegar hasta el corazón es algo que me cuesta imaginar. No digo que no hubiera oído hablar de ello, pero siempre de pasada y nunca me paré a analizar lo complejo de la operación, ahora que me toca de lleno veo todas sus dificultades. He de reconocer que estoy un poco asustado.

-Desnúdate de cintura para arriba y túmbate en la camilla –me dice una de las tres enfermeras que están en la habitación.

Obedezco. Mientras las otras dos preparan el instrumental, la enfermera jefe me ata una goma en el brazo y examina mis venas. Por su expresión parece que le gusta lo que ve. 

-No creo que tengamos problemas, tiene las venas muy marcadas –les dice a sus compañeras. 

Las del instrumental se acercan y dejan todo a mano para que la que lleva la voz cantante lo pueda utilizar. La enfermera jefe desinfecta con alcohol la zona de mi brazo donde tiene previsto pinchar. Luego coge la aguja y me advierte:

-Te va a doler.

Clava la aguja y suelta la goma. Y sí, duele, aunque intento que no se me note. Introduce poco a poco la sonda. En un principio todo va bien, hasta que a los pocos centímetros la sonda se atasca.

-Voy a tener que buscar otra vena –dice.

Aparta la aguja con fastidio. Vuelve a atarme la goma y busca otra vena, cuando la encuentra introduce la aguja pero la sonda se obstruye de nuevo.

-Tendremos que probar con el otro brazo.

Trato de estar relajado aunque cada vez me resulta más difícil. El tercer pinchazo duele tanto o más que los otros. Espero que esta vez todo vaya bien, pero al igual que en los dos primeros intentos la sonda topa con algo que le impide avanzar. Veo la decepción en la cara de la enfermera.

-¿Cuál es la alternativa? –pregunto.

-La alternativa sería instalarte un dispositivo que va por debajo de la piel. Eso conlleva una pequeña incisión en el pecho y otra en el cuello.

-Supongo que tendrían que ingresarme.

-No, no hace falta, te lo hacen al momento con anestesia local.

Aunque no haga falta ingresar la perspectiva no me gusta nada. 

-¿Qué te parece si lo intentamos por última vez? –pregunta la enfermera jefe.

Con tal de evitarme otra visita al hospital estoy dispuesto a intentarlo las veces que haga falta, aunque me dejen los brazos como un colador. La enfermera jefe pincha por cuarta vez. Cierro los ojos y aprieto los dientes para aguantar el dolor.

-Nada, no hay manera –dice frustrada.

Arroja la aguja al recipiente de desechos y le pide a una de sus compañeras que llame por teléfono a la doctora que me trata y le informe de lo ocurrido. Mientras tanto la chica que hasta ahora se ha mantenido al margen toma la iniciativa y se encarga de ponerme unos apósitos en los pinchazos. Después de hablar con la médica la enfermera jefe me dice que continuaré el tratamiento sin catéter, tampoco tendré que someterme a la intervención para el dispositivo del pecho, cosa que me alegra, dice que me inyectaran los medicamentos directamente en vena, tal como lo hicieron ayer. Termino de vestirme y salgo del hospital. En la calle noto los brazos entumecidos y me siento un poco mareado. A la altura de la parroquia San Pio X, a los pies del Cristo, tengo que pararme a vomitar.

Los contagios en todo el mundo se multiplican, por el contrario mi piedra de hachís disminuye alarmantemente. He llamado a todos mis contactos y ninguno puede ayudarme, todos dicen lo que yo ya sabía de antemano, que con la situación actual es imposible encontrar material. A partir de ahora tendré que ir racionando los porros o en un par de semanas me quedaré sin nada. Me viene a la cabeza un antiguo compañero de trabajo que solía tener una hierba que solo con olerla te lloraban los ojos. Busco su número en el móvil y le llamo.

-Martín, tío ¿qué tal te va la vida?

-Bien, todo bien.

-Te llamo porque estoy pelado y me he acordado se esa hierba tuya.

-Buah colega, tengo lo justo para ir tirando.

-¿No puedes pasarme unos gramos?

-Lo siento, tío, no puedo.

No insisto, yo haría lo mismo. Me despido de él y cuelgo. Ya que tengo el móvil en la mano aprovecho y marco el número de mi madre. No le he contado nada del cáncer, he preferido guardarlo en secreto para evitarle preocupaciones innecesarias.

-Mamá ¿qué tal llevas el día?

-Bien, aquí estoy, haciendo sudokus. 

-Tú y tus sudokus.

-En algo hay que pasar el tiempo ¿Y tú, has terminado de pintar el salón?

-No, lo haré mañana.

-Eso mismo dijiste ayer.

Llevo casi dos semanas con lo mismo. Me digo: mañana lo termino, pero llegado el momento me tumbo en el sillón a fumar porros y no hago nada. Me odio porque ver el salón así me agobia, es un reflejo de la dejadez que siento por dentro. Cuando termino de hablar con mi madre conciencia y orgullo gritan al unísono: Levanta el culo y termina de pintar de una puta vez el salón. Incluso hago amago de levantarme, pero al final la desidia puede conmigo y lo dejo para otro día.

Hace unos años se realizó una encuesta para saber cuál era el color preferido de la gente, un gran porcentaje de los encuestados se decantó por el azul. Yo me incluyo entre esas personas. Además, está comprobado que el azul da sensación de sosiego y ayuda a conciliar el sueño, de hecho, la mayoría de los dormitorios están pintados de ese color. Tendría que dejarme de tanta holgazanería y ponerme manos a la obra. Si lo pienso fríamente solo es cuestión de abrir el bote de pintura, mojar la brocha y empezar a dar brochazos. No me costaría mucho acabar y así podría disfrutar de nuevo de la comodidad que da el volver a tener todos los muebles en su sitio, y al pisar el parqué no tendría que escuchar ese molesto ruido que hace el plástico al caminar por encima. Son las ocho de la tarde. Poco a poco los vecinos van saliendo a las ventanas y el sonido de sus aplausos se intensifica. Antes yo también solía unirme a ellos, incluso un par de veces he llegado a emocionarme al hacerlo. Ahora creo que esto se ha vuelto una competición para ver qué barriada es la que más ruido hace. Desde que en la tele empezaron a mostrar imágenes de gente aplaudiendo la cosa se ha desmadrado. En la actualidad todo el mundo quiere dar la nota y hay mucho postureo por parte del personal. Los hay que en el balcón de su casa montan equipos profesionales de sonido con juegos de luces y mesas de mezclas, hay quien toca instrumentos, incluso quien canta ópera. Es una opinión personal, pero creo que el espíritu original de la idea, la esencia, es decir, la de agradecer a los sanitarios sus esfuerzos y sus sacrificios, se ha ido perdiendo por el camino. Es posible que esté equivocado y que mi carácter derrotista me haga verlo así. De todas formas, sospecho que últimamente hay más pretensión por destacar que de agradecer. 

Segunda sesión de quimioterapia. Esta vez me toca compartir box con otro paciente. Cada uno en una esquina, en su correspondiente sillón y ambos conectados a las máquinas de percusión. Al igual que la primera vez, he venido casi sin dormir y ahora tengo sueño. Me recuesto y cierro los ojos, quedan varias horas por delante y prefiero pasarlas durmiendo.

-Han jugado a ser Dios y se les ha ido de las manos –dice el tipo que me acompaña.

-¿Qué? –digo abriendo los ojos.

-Lo mismo que les pasó en los ochenta cuando crearon el sida para exterminar a un sector de la sociedad y aquello escapó a su control. Con esto les ha pasado lo mismo, pretendían acabar con los ancianos que ya no cotizan y se les ha vuelto a ir de las manos.

Lo que faltaba, un conspiracioncita. 

-Aunque la gente no se lo crea, hay una sociedad ultra secreta de banqueros y grandes empresarios que operan al margen de los gobiernos y que son los que realmente manejan el cotarro. Los putos amos del mundo. Esos cabrones tienen la culpa de este follón. 

Mientras el tipo sigue hablando yo me acomodo en el sillón, cierro los ojos e intento dormir.

En el cielo un sol minusválido que no calienta. Espero en la cola del supermercado a metro y medio del que tengo delante, la misma distancia que mantiene de mí la persona que va por detrás. Distancia de seguridad lo llaman. No deja de asombrarme esta situación. Es todo tan extraño, tan apocalíptico que cuesta creer. Esta mañana he visto en las noticias que los hospitales están a rebosar. Enfermos en sillas de ruedas hacinados por los pasillos, la mayoría llevan días ahí esperando por una cama. Falta personal médico y material sanitario y es imposible que en esas condiciones puedan atender a todos. Por otro lado, le estamos dando un respiro al planeta. Con apenas tráfico en las carreteras y con el cierre de las fábricas los cielos más contaminados ahora están limpios. He oído que hay todo tipo de animales tomando las calles y los parques de las ciudades, dicen que se han visto delfines nadando por los canales de Venecia y ballenas en las costas de Almería. No hay mal que por bien no venga.

Me levanto pasadas las cuatro de la tarde. Salgo al pasillo y tengo que ir esquivando los muebles que hace semanas saqué del salón. En la cocina tomo una pastilla para el estómago, otra de vitamina C, una capsula de jalea real, un zumo de frutas y para terminar un café con galletas. Terminado el desayuno me apetece un porro, pero no quiero entrar en el salón, de modo que vuelvo al dormitorio y me lo lío ahí. Fumo recostado en la cama. No tengo otra cosa que hacer en todo lo que queda de día que fumar. Me esperan largas horas de aburrimiento. "Mi objetivo es matar el tiempo mientras el tiempo a su vez trata de matarme a mí" que decía Emil Cioran. Por lo que puedo recordar anoche soñé que la muerte es una mujer de mediana edad elegantemente vestida de azul. De unas semanas a esta parte pienso mucho en la muerte. Quizás la pandemia lo propicia, tal vez el cáncer, o la suma de ambos. Además, estoy muy sensible y por cualquier tontería se me saltan las lágrimas. Un anuncio de la tele o una canción bastan para hacerme llorar. Me pregunto si tanta sensiblería se debe a los fármacos de la quimio. De ser así no me queda otra que joderme y aguantarme. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Otra sesión más de quimioterapia. En resumen, otro chute de veneno para acabar con el veneno, las mismas caras de sentenciados, las mismas enfermeras y los mismos pasillos con olor a desinfectante. Salgo del hospital y miro el cielo sin rastro de nubes. Un lienzo inabarcable de azul. Es un cielo bonito, añadiría que hermoso. El invierno ha quedado atrás y la primavera empieza a desplegar su magia. Enciendo un cigarro y camino despacio mientras fumo. Al pasar por delante de la parroquia San Pio X me detengo un momento para mirar el Cristo que está sobre la puerta principal. Tan solo eres un señuelo para cobardes -le digo y sigo andando hacia el aparcamiento que está al final de la calle Alameda.

Conduzco con el sol entrando por las ventanillas, la radio encendida y un nuevo cigarro entre los labios. Todo mejora con un poco de nicotina en el cuerpo y algo de música marcando el ritmo del corazón. Entro en la circunvalación y acelero. No hay prisa, pero el cuerpo me pide velocidad y se la doy. Al llegar al desvío reduzco y me adentro en la urbe. Filas de edificios que marcan los límites geográficos de la ciudad. Una prisión a gran escala, una cárcel sin barrotes pero con grandes muros de desigualdad e hipocresía donde todos estamos encerrados a cal y canto por decisión propia. ¿Se ha visto algo tan estúpido? Es ley de vida, dicen. Pero no hay leyes justas para los que no han sido elegidos, no hay piedad para los desheredados. Y quien diga lo contrario miente. 

Entro en Facebook a través del móvil. Quiero estar al corriente de lo que se cuece por ahí, pero sólo encuentro fascistas de mierda hondeando su bandera de mierda. ¿En qué mundo vivimos? Está claro que no hemos aprendido nada de los errores del pasado. Siento tanto asco que las ganas de vomitar hacen que me duela el estómago, noto cómo ahí dentro las úlceras supuran sangre, cómo el cáncer se extiende por todo mi cuerpo, de modo que apago el móvil y lío otro porro para escapar de esta realidad aterradora y surrealista. Es mejor huir entre volutas de humo aceitoso y dulzón que afrontar este desbarajuste al que llámanos sociedad. Leí en el periódico que el otro día, a un par de manzanas de aquí, alguien saltó desde un séptimo piso. Hablaban de él como un enajenado que no pudo soportar el estrés del confinamiento. ¿Enajenado? Tal vez esa persona alcanzase tal grado de lucidez que le impulsó a saltar por la ventana. Puede que ese sea el camino correcto, el indicado para salir de toda esta bazofia en la que estamos metidos. La mierda nos llega al cuello y hacemos como si no pasase nada. La involución del ser humano.

Suena el teléfono.

-Dígame. 

-Hola.

-Hola mamá.

-¿Qué haces?

-Nada. Hay poco que hacer en estos días.

-¿Pintaste ya el salón?

-No.

-Bueno, ahí tienes una tarea para entretenerte.

-La verdad es que no me apetece nada ponerme a pintar.

-Algún día tendrás que terminarlo. No lo vas a dejar a medias.

-Sí, supongo que algún día tendré que terminarlo. ¿Me llamas sólo para eso?

-No, quería saber de ti y como hace tiempo que no me llamas he pensado hacerlo yo. ¿Qué tal estás?

-Bien ¿Por qué lo preguntas?

-Por nada, sólo quiero saber que todo marcha bien.

-Todo bien ¿Y tú, qué tal lo llevas?

-Bien. Te echo de menos a la hora de comer, por lo demás todo bien.

Desde que mi padre murió acordamos que iría a comer todos los días con ella, así no pasaba el día sola.

-Yo también echo de menos ir a comer contigo.

-Mentirosillo.

-Es la verdad.

-Noto por tu voz que estás algo decaído.

-No, estoy bien.

-¿Seguro?

-Seguro.

La conversación se alarga un poco más, hasta que finalmente nos despedimos y cuelgo. Me gustaría contarle la verdad, darle la razón por la que estoy decaído, pero eso la preocuparía y con su preocupación ninguno de los dos saca nada de provecho. 

Se acabó el hachís y es ahora cuando el confinamiento se pone cuesta arriba, cuando toca afrontar la realidad tal y cómo es. En cierta ocasión un compañero de trabajo me dijo: ¿Por qué le tienes tanto miedo a la realidad? No contesté, aunque podría haber alegado un millar de razones. Apago el televisor y hago amago de levantarme para ir a la cocina, pero no tengo ni hambre ni sed, de modo que permanezco en el sillón. Enciendo un cigarro que no me da lo que busco. Noto que por dentro la ira va cociéndose a fuego lento. A mi izquierda, a un par de metros, está el bote de pintura. Me levanto y le doy una patada. El bote vuela y revienta contra una de las paredes salpicando todo de azul. Es el detonante que hace salir a la bestia. La emprendo a golpes contra todo. Muebles, libros y televisor terminan hechos añicos en unos pocos minutos. Tan pronto como ha venido la bestia se va. Y aquí quedo yo, atónito ante los daños, con la respiración agitada y sudando por el esfuerzo. Creo que me he roto un dedo del píe al patear el bote, también me duelen las manos. Tengo los nudillos desollados y sangran. Sé que esto no sólo se debe a la falta de hachís, también al miedo, a la frustración, a la incertidumbre, a tener que lidiar con este panorama sombrío, con todo lo que va por dentro, incluido el puto cáncer.


Pepe Pereza


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