Nací porque todo el mundo tiene que nacer y al principio supongo que fue bueno, cálido y húmedo como un buen polvo, a pesar de la torta en el culo y de que yo me negase en principio a respirar. Tampoco era cuestión de ponérselo fácil a esos hijos de puta.
No los recuerdo, pero tuvieron que ser bonitos aquellos primeros años. Como una gigantesca borrachera prolongada día tras día. Todo el día tumbado sin otra cosa que hacer que comer, cagar y vomitar, viendo el mundo lleno de borrones. Sin memoria, como cuando te has metido tres botellas de vino alemán. Y por si fuera poco enchufado a una teta cada poco tiempo.
Pero todo acabó por joderse cuando tuve la suficiente consciencia para saber quién era: el hijo de un borracho con la mano muy larga. Antes que a sumar aprendí que una hierba más alta que otra en el césped significaba una buena paliza. Eso era lo único importante para mi padre. No la puta hierba, sino qué excusa encontrar para poder atizarme.
Para cuando pude devolverle a ese cabrón alguno de los innumerables golpes que me había dado, yo ya tenía la cara llena de granos. Granos como heridas, rebosantes de pus y de odio hacia mí mismo. Entonces tomé una de las pocas decisiones sensatas de mi vida: comencé a beber, a beber para no sentir los golpes que esta vez propinaba la vida, para hacer que me dieran igual.
Por aquel entonces quería ser nazi. Me disfrazaba de Hitler mientras los demás se iban de voluntarios a luchar contra él en Europa. Solo quería dejar claro que no me iba aquel rollo. No amaba la patria ni iría a ninguna puta guerra a morir por nada.
Luego llegaron los viajes, las habitaciones de alquiler, las largas borracheras, los trabajos de mierda. Cuanto más breve fuera todo mejor. A excepción de los polvos. Enseguida me sentía preso. De una ciudad. De un jefe. De una mujer.
Escribir se convirtió en lo único verdaderamente importante. Aunque luego te devolvieran la poesías los mismos editores gilipollas de siempre. Yo solo quería ser escritor. Como Hemingway. Como Fante. Pero a mí no me tentaba la fama, esa vieja zorra. Yo lo que quería era no tener que trabajar ocho horas, aguantar las mismas caras, coger el mismo autobús a la misma hora. Ser escritor es poder levantarte a las doce e irte a las carreras de caballos.
En cuanto a lo de follar, creo que se le ha dado demasiada importancia. He follado mucho y bien. Pero también me he sentido como un perro sucio follando. Ahora resulta que me acusan de ser machista. Que les jodan. Ellas también se meaban encima de mí de vez en cuando.
Viví así, de bar en bar, de trabajo en trabajo, de zorra en zorra hasta que a los 34 años un médico me dijo que iba a morir. Seguí bebiendo y escribiendo y follando. Qué se joda él también. Me metí a cartero. Odiaba ese puto trabajo más que a mi padre.
Afortunadamente la fama llegó tarde. Como los buenos orgasmos. Lo malo es que todo lo anterior no se había parecido nada a un polvo. Más bien me habían dado por el culo. Me hice famoso cuando tenía más de medio siglo sobre la joroba y me sentía más viejo que el diablo. Me compré una casa en la playa, un BMW y un jardín. Otro puto jardín. Me encantaba ver cómo crecía la hierba libremente en él sin que nadie la cortara.
Incluso me llamaban para dar conferencias. A mí. Hay que estar perdido... Leía mis poesías cuando lo único que pretendía era emborracharme, apostar en las carreras, escuchar música clásica y echar un polvo más que de vez en cuando. En Europa me adoraban. Yo odiaba Europa. Me recordaba demasiado que mi madre era alemana.
Ahora ardo en el infierno. ¿Acaso esperabas otra cosa? Creo que nunca salí de él. Ni tú tampoco. Solo que a mí siempre me gustó más este otro lado.
Iñaki Arbilla
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