“I refuse to mourn a child´s death” D. Thomas.
Somos el niño que muere y el abuelo que llora en el entierro; somos el muchacho que sufre un ataque al corazón y el grito de la azafata en el avión que se estrella: somos el funcionario de la oficina del gobierno y uno de sus siete perros de agua; nacimos en el siglo XII en un pueblo de Noruega y nacemos ahora, en Valaquia o Senegal, debajo del mar, en el interior de un átomo, cerca de Sirio; somos el asesino y la víctima; el hombre y la hiena del Sahel; somos el Sahel; somos la bella y la bestia, la santa y la ramera, el brahman y el sudra, la piedra y el muerto debajo de la piedra; el guadamecí y la ropa interior del arzobispo; no hay nada que nadie no sea, nada que una piedra no sea, nada que en el tiempo no sea; somos manifestación de la vida inferior y la vida superior, somos los vivos y los muertos, somos el aura y el urinario de la ciudad sagrada, somos esta abundancia que no es nuestra, tampoco nuestro ser; somos por decir que somos, pues todo existe y nada existe demasiado, misterio que hemos conocido tras la encarnación de la gracia y la carnicería de la desgracia, la elevación y la caída, el dios y su mordedura, la gloria y la desaparición de usted, mujer azul de las noches de Granada.
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Leo que los tanatorios prosperan debido al baby boom de los cincuenta y los sesenta, un death boom ahora, una fertilidad de muerte, drogas y excesos mediante. Aquellos niños de grandes ojos abiertos en las primeras Polaroid mueren tanto que se hace difícil recordar quién está vivo y quién muerto, así que nos mezclamos todos y entonces, cuando digo que ayer mismo estuve conversando con Germán, el mejor de los hombres, con quien tanto quise y bebí en el bar de Felman, me dicen que no es posible, que Germán se murió de un tumor en el cerebro hará diez o quince años. ¿Muerto? ¿Aquel hombre tan grande? ¿Germán Rivero muerto? Entonces mi tarea ha terminado. Y me revuelvo y digo que la gente se sale de la ficción de los obituarios, como le pasó a John Berger, que se encontró en Lisboa con su madre, a la sazón quince años muerta, por no hablar de los sucesos de Solaris o el caso de Wislawa Szymborska, que en su vejez se encontró con una adolescente que era ella y era otra, como le pasó también a Borges sentado en un banco frente al Charles, o el mismo Stetson, ese tipo que estuvo conmigo en la batalla de Mylae y al que ayer, cuando cruzaba el Puente de Londres, le pregunté por los cadáveres plantados el año pasado. “Jamás pensé que la muerte hubiera deshecho a tantos” ¿Deshecho? ¿Cómo saberlo?
Y viene luego Cirlot y me dice que su tristeza proviene de que se acuerda demasiado de Roma y sus campañas con Lúculo, Sila o Pompeyo y que cuando era un vendedor de caballos en Egipto, ya era un hombre conocido por “el triste”. En cuanto a mí, retirado a los desiertos de Gorafe, vivo en conversación con los difuntos y escucho con los ojos a los muertos.
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No se cambia mucho en una vida. Un hombre entra en una iglesia con la expectativa del muchacho que baja las escaleras de un tugurio. Un miserere suena con la santidad de Lou Reed y el incienso recuerda las noches de la yerba. Ayer, la voluptuosidad de las muchachas un poco locas y maquilladas; hoy, las inmaculadas pálidas que se escapan de los cuadros de Murillo. Ayer, las mesas de billar y los paraísos artificiales; hoy, el arte eclesiástico de los paraísos. Perduran los trances, los dioses peligrosos, una lentitud de luces estroboscópicas y cirios. El camarero transubstancia una botella de licor en un cáliz húmedo de vino. Siempre una ebriedad, pero afuera el mundo. Como aquellos tiempos del Stones, un tugurio del muelle de Folkestone, cuando buscaba otro reino. Ahora, el arte, los libros, ciertas iglesias en ciudades como iglesias, la frivolidad de los desiertos…. ¿Qué importa la verdad? No se cambia mucho en una vida.
Sergio Mayor
Me ha encantado, me he visto reflejada en ciertas etapas del relato...y lo mejor de todo no me he perdido je,je,
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