viernes, 19 de enero de 2018

LA ARAÑA por PEPE PEREZA



La buhardilla es vieja, fea, húmeda y sin comodidades. Cualquier adjetivo peyorativo valdría para definir parte o un todo de la vivienda. En apenas veinte metros cuadrados se distribuyen un diminuto baño, una cocina encajada en cuatro baldosas y una especie de habitáculo que lo mismo sirve de salón que de dormitorio, según convenga. El mozo que le ha ayudado con la mudanza se acaba de ir y el poco espacio que ofrece la estancia está ocupado por una docena de cajas sin desembalar. Cuando la encargada del alquiler le enseñó la buhardilla, la luz diurna entraba por las ventanas y entonces no le pareció tan deprimente como ahora que luce bajo el tenue resplandor de una bombilla de cuarenta vatios. Suena el móvil. Es su madre.
-¿Qué tal la mudanza? –pregunta ella.
-Hemos acabado justo en este momento.
-Me parece una tontería que te hayas mudado a un cuchitril teniendo aquí tu antigua habitación.
-Mamá, ya hemos hablado de eso y no quiero volver a hacerlo.
-Como quieras, pero si necesitas algo ya sabes dónde estamos tu padre y yo.
-Lo sé.
-¿Tú estás bien?
-Lo estoy llevando lo mejor que puedo.
-¿Trabajas mañana?
-No, me he tomado unos días de vacaciones para ir adaptándome a la nueva situación.
-Haces bien. Tómatelo con calma, hijo.
-Eso haré, mamá.
Después de colgar va al baño. Dentro hay una telaraña enorme que se despliega desde el techo hasta las paredes. Mira por los rincones intentando localizar al artífice de tan colosal obra. No le dan miedo las arañas, pero por el tamaño de su tela conviene ser precavido. Mientras retira las hebras con la escobilla del váter mira de reojo por si aparece la araña, pero no se la ve por ningún sitio.
Es temprano para irse a la cama, pero después de un día ajetreado se siente cansado y decide acostarse. Para desplegar el sofá-cama debe dejar espacio libre. Apila las cajas junto a la pared y las sobrantes las lleva a la cocina. Mañana ya se ocupará de colocar cada cosa en su sitio. Una vez extendido el colchón se tumba sobre él, es incómodo y partes del somier se le clavan en la espalda. Se resigna al nuevo lecho y enciende un cigarro mientras espera a que vaya llegando el sueño. El cuerpo le pide descanso, pero la cabeza no deja de plantearle preguntas para las que no hay respuestas. Qué feas se ven las cosas cuando el futuro está iluminado con una bombilla de cuarenta vatios.
En mitad de la noche se despierta tiritando. No está acostumbrado a dormir solo y echa de menos el calor de otro cuerpo. Además, la temperatura es tan baja que parece que esté dentro de una cámara frigorífica. Salta de la cama y se acerca a la ventana. Durante el tiempo que ha estado durmiendo ha nevado y todos los tejados están blancos. Nota cómo el frío se filtra por las paredes y suelo. Abre algunas cajas en busca de ropa de abrigo. Se pone por encima varias camisetas y un grueso jersey de lana junto a un pantalón de chándal. Sobre la colcha extiende un albornoz y un abrigo a modo de mantas. Con todo, vuelve a meterme en la cama e intenta dormir.
No ha podido pegar ojo en toda la noche a causa del frío, así que lo primero que hace al levantarse es bajar a la calle y acercarse a un centro comercial. Entre otras cosas hace acopio de varias camisetas térmicas y forros polares, además de un edredón y un calefactor. La buhardilla es pequeña y cree que con el aparato será suficiente para caldear el ambiente. Cuando le llega el turno de pagar, la cajera le aborda con una pregunta:
-¿Te acuerdas de mí?
El caso es que su cara le resulta conocida, pero no sabe de qué.
-¿No recuerdas a una niña flacucha y con coletas que vivía enfrente de vuestra casa?
-¿Charito?
-La misma, pero ahora todos me llaman Charo.
-Joder, hacía años que no nos veíamos. ¿Qué tal te va la vida?
-Bien. Dentro de poco seré mamá –dice apartándose de la caja para mostrar su vientre.
-Me alegro de que te vaya bien.
-Veo que a ti también te han cazado –dice señalando al anillo de casado que él lleva en el dedo.
-Sí, hace tiempo.
-Espero que felizmente.
-Sí… sí, muy feliz.
Siguen charlando, poniéndose al día mientras ella pasa los productos por el escáner de la caja. Después de que él paga, ambos se despiden hasta la próxima.
El calefactor lleva encendido desde hace más de una hora y el cambio de temperatura no se nota. Suena el móvil. Es ella, su ex mujer. El pulso se le acelera y empiezan a temblarle las manos. Tiene que armarse de valor antes de contestar.
-¿Cuándo vas a venir a recoger el resto de tus cosas? -pregunta ella.
-Me he traído todo lo que necesito, con lo demás puedes hacer lo que quieras.
-Otra cosa, te recuerdo que pasado mañana firmamos los papeles. No faltes.
-No te preocupes, allí estaré.
Después de colgar tiene que sentarse durante unos minutos para recuperarse. Desde que han decidido separarse, cada vez que habla con ella se agobia y sus inseguridades aparecen para cohibirle y amedrentarle. Es como si hubiera perdido la confianza, como si todos los vínculos que han establecido durante los años de matrimonio hubieran desaparecido de golpe y ella fuera una extraña con la que está obligado a hablar de cosas demasiado personales. Aún le tiembla el pulso cuando se acerca al baño. Al entrar se lleva por delante una nueva telaraña. Se la quita de encima a base de manotazos. Luego busca a la araña para acabar con ella. Mira por los todos los rincones, pero no la encuentra. Nota mental: comprar insecticida.
Una vez desembaladas las cajas y ordenado cada cosa en su sitio, la buhardilla empieza a parecer un verdadero hogar. Aunque la tarea le ha costado casi todo el día, se siente satisfecho con el resultado. A pesar del ajetreo sigue teniendo frío. Lo malo con el calefactor es que solo es eficaz si se está cerca de él. Comprarlo ha sido una pérdida de tiempo y de dinero. Tiene hambre. Pedirá una pizza por teléfono y la acompañará con una botella de buen vino. Es la primera vez que va a cenar en la buhardilla y quiere celebrarlo.
Al día siguiente se despierta con resaca y un malestar en el cuerpo que roza la enfermedad. No ha parado de toser en toda la noche y es posible que tenga fiebre. Para más inri, en cuando pone los pies en el suelo suena el móvil. El timbre es el equivalente a una broca taladrándole la sien. El que llama es el abogado que está llevando el tema de la separación.
-Te llamo para recordarte que mañana tenemos cita para la firma de los papeles.
-Descuida, lo tengo presente.
-¿Quieres que quedemos todos un poco antes para darles un repaso?
-No, ya están repasados y requetepasados.
-Como quieras. Entonces, mañana a primera hora nos vemos en mi despacho.
Deja el móvil sobre la mesilla y termina de vestirse. Por mucha ropa que se pone sigue teniendo frío. Además, siente que la cabeza le va a reventar. Se arrepiente por haber bebido tanto la noche anterior. El alcohol no le sienta bien, sus borracheras nunca han sido divertidas, que él recuerde siempre que se ha pasado con la bebida ha terminado pagándolo. Sobre la mesita están los restos de la pizza y la botella casi vacía de vino. La imagen le produce náuseas. Corre al retrete a vomitar. Una vez expulsado del cuerpo todo lo que el estómago se ha negado a digerir llega un momento de respiro. Entonces, ve otra telaraña. Es más pequeña que las anteriores y solo ocupa una de las esquinas del techo. Maldita sea, debe buscar una solución para acabar con el bicho. Se le ocurre que si deja el ventanuco abierto tal vez decida marcharse. Si la araña no se va, al menos cabe la posibilidad de que muera de hipotermia.
A lo largo de la tarde el catarro va a peor. No tiene medicamentos a mano y con la temperatura que hace en el exterior no le apetece salir en busca de una farmacia. Aunque duda de dónde hace más frío, si en la calle o dentro de la buhardilla. Se toca la frente, está ardiendo. Decide meterse en la cama. Mañana será un día decisivo para él y le gustaría estar en las mejores condiciones para hacer frente a los acontecimientos.
Amanece. Apenas ha podido dormir y su estado es lamentable. El agotamiento de pasar la noche en vela, las preocupaciones, los agobios y la gripe han hecho mella en él y no le quedan energías para levantarse. Además, solo pensar que tiene que acudir a firmar los papeles de separación le deprime y le enferma más de lo que ya está. Saca fuerzas de flaqueza y sale de la cama. Después de vestirse duda si abrir el cajón de la mesilla. Finalmente lo hace. Coge una pistola, se asegura de que está cargada y se la guarda en el bolsillo del abrigo. No se molesta en pasar por el baño ni en desayunar, baja directo a la calle. Repartida por las aceras y sobre algunos coches aún quedan cúmulos de nieve. Recoge un puñado y se lo frota por la frente. No necesita del diagnóstico de ningún médico para saber que tiene fiebre. Arrastra los pies hasta la parada de taxis, entra en uno de los coches y le dice a la taxista, una mujer de cincuenta años, la dirección donde quiere ir. Dentro del vehículo huele a ambientador de pino, pero él tiene la nariz congestionada y apenas lo nota. Según avanzan por las calles observa por la ventanilla, aunque no es plenamente consciente de lo que ve. Las imágenes que le llegan patinan por su cerebro sin llegar a registrarse. Todo va demasiado rápido para su lenta cabeza.
-¿Le importa si paro un minuto? –pregunta la taxista.
-…
-Es por estos sofocos que me dan de vez en cuando, ya sabe, cosas de la menopausia.
Él da su consentimiento, la taxista baja la bandera del taxímetro y detiene el coche junto al bordillo.
-Será solo un segundo, se me pasa enseguida.
-No se preocupe, tómese el tiempo que necesite.
Él vuelve a mirar a través de la ventanilla, ve a gente conduciendo sus vehículos, gente aguardando en los semáforos, gente cruzando por los pasos de cebra, gente entrando y saliendo de los comercios, gente llenando los edificios, gente con caras serias, gente con demasiadas prisas. Mire donde mire hay gente ocupando un lugar concreto. Observando a sus semejantes no puede evitar sentirse como un alienígena recién llegado al planeta, un bicho raro que por mucho que se esfuerce jamás logrará entender los complejos mecanismos de la humanidad. Bien podría sacar el arma y disparar indiscriminadamente al personal. No sentiría nada, sería como hacer blanco en una caseta de feria. Al rato, la taxista, ya recuperada, pone en marcha el motor del coche y se incorpora al tráfico.
Llegan a su destino. Que tenga un buen día, le dice la taxista a modo de despedida cuando él se apea del vehículo. Duda mucho que lo sea, de hecho, apostaría todo lo que tiene a que será un día nefasto. Se dirige hacia el edificio donde está el despacho del abogado sintiendo el peso de la pistola en el bolsillo del abrigo. Nada más entrar en la oficina le recibe la secretaría, una chica joven con una sonrisa encantadora. La chica le informa de que en ese momento el abogado está ocupado y le pide que espere en la sala adyacente al recibidor. Él se pregunta si cuando empiece el tiroteo también tendrá que dispararle a la joven. Dentro de la salita aguarda su ex mujer. Se ha cortado el pelo y de primeras no la reconoce. Da la impresión que ha rejuvenecido desde la última vez que la vio.
-¿Qué te parece? –pregunta ella refiriéndose al cambio de look.
-Estás muy guapa.
-Pues, tú tienes un aspecto horroroso.
-Creo que tengo fiebre.
Para comprobarlo ella lleva la mano a su frente.
-¡Dios mío, estás ardiendo!
Él se da cuenta de que ella ya no lleva su anillo de casada y se le ocurre que ese sería un buen momento para sacar la pistola.
-He visto una farmacia cerca de aquí. Me acercaré a comprar una caja de paracetamol –dice ella.
Le da la espalda para ir hacia la puerta, él aprovecha para sacar el arma y apuntarle a la cabeza, pero antes de que pueda apretar el gatillo ella sale de la habitación. Debería haberle disparado en cuanto la ha visto, piensa. Pero claro, es más fácil pensarlo que hacerlo. Estando en casa, cuando el dolor y el rencor son el motor de sus pensamientos la idea de vengarse es tentadora, luego, in situ, la realidad se impone y la cosa se complica. En cualquier caso, se siente ridículo por estar ahí, temblando como un flan, apuntando con el arma a una puerta vacía. Vuelve a guardarse la pistola en el bolsillo del abrigo y toma asiento en una de las sillas.
A su regreso, ella lo encuentra en la misma posición.
-Me han dado esto –dice abriendo la caja de comprimidos.
Él la observa en silencio. Sin duda, ha rejuvenecido. Está claro que la separación le está sentando bien. La mujer llena un vaso de agua en la máquina dispensadora y se lo entrega junto a una de las píldoras.
-Tómatela, te sentará bien.
Él se mete la pastilla en la boca y bebe del vaso para ayudarse a tragarla. En ese momento la secretaría asoma por la puerta y les dice que van a ser atendidos.
-Ha llegado la hora –dice ella.
-Sí –responde él.
-¿Preparado? –pregunta ella.
-Preparado –responde él.
Ambos entran en el despacho del abogado.
La firma de los papeles solo les ha llevado unos pocos minutos y regresa a la buhardilla. A partir de ahora su vida será totalmente distinta a lo que era. Su ex mujer seguirá por su camino y él tendrá que buscar el suyo. Durante los años que ha durado su matrimonio ambos se fueron acomodando a una serie de rutinas que terminaron siendo la base de su existencia, ahora debe olvidarse de todo eso y adaptarse al conjunto de novedades que trae el día a día. Empieza a nevar. Lo hace con fuerza. Si sigue así, la ciudad no tardará en volver a cubrirse de nieve. El paracetamol aún no le ha hecho efecto y se siente igual de enfermo y abatido que estaba antes de tomarse la pastilla. Al pasar por delante del escaparate de una tienda de electrodomésticos ve que hay varios calefactores que están de oferta. Entra en la tienda y compra el más potente.
Nada más llegar a la buhardilla guarda la pistola en el cajón de la mesilla, luego saca de la caja el calefactor que ha comprado. Ha pagado bastante más que por el otro y espera que los resultados acompañen. Al enchufarlo salta el repetidor y la vivienda queda completamente a oscuras. La instalación eléctrica de la buhardilla no soporta el voltaje del aparato. Maldice su suerte y vuelve a conectar la corriente. Recuerda que anoche dejó el ventanuco del baño abierto, puede que ese sea el motivo por el que hace tanto frío dentro de la casa. Al entrar se encuentra una telaraña enorme, la más grande que ha encontrado hasta ahora. De ella cuelga una envoltura del tamaño de un puño de la que sobresale el ala de un murciélago. Un péndulo macabro que no deja de ser una declaración de intenciones por parte de la araña. Así lo entiende él. Con la ejecución del murciélago la araña está dejando claro que no se va a mover de ahí, que ese es su territorio y, pase lo que pase, lo seguirá siendo. Cierra el ventanuco y sale del baño. Ni se molesta en retirar las hebras, se siente tan débil que teme quedar enredado en ellas. 


Pepe Pereza, del blog Asperezas.


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