jueves, 1 de junio de 2017

COMO UNA ORUGA por PEPE PEREZA



Jorge apaga el despertador unos minutos antes de que suene. No ha podido dormir porque se ha pasado toda la noche tosiendo y ahogándose en sus propias mucosidades. Le duelen los músculos y las articulaciones y le arde la frente. Señal inequívoca de que tiene fiebre. Se levanta procurando no hacer ruido para no despertar a Lucia, su mujer. Se pone el albornoz y arrastra las alpargatas hasta la ventana. De la bruma surgen espectros, muertos vivientes que acuden a la llamada del amo para vender su alma en jornadas de ocho horas. En breve, él también tendrá que incorporarse a esa danza macabra. Le viene un ataque de tos. Intenta silenciarlo tapándose la boca con la mano.
-Te dije que tomases algo para el resfriado –dice Lucia con voz somnolienta.
Tendría que haberlo hecho, ahora es tarde para arrepentirse. Lucia, aparta el edredón y salta de la cama. Se pone una bata por encima y va directa al baño. Jorge sigue junto a la ventana. La fiebre anula cualquier iniciativa. Se siente incapaz de vestirse o de caminar hasta la cocina, ni siquiera tiene ganas de desayunar, lo único que desea es volver a acurrucarse, cerrar los ojos a la realidad y dejar que su cuerpo se recupere al calor del edredón. Se siente como un gusano. La verdad, en esos momentos no le importaría cambiarse por una oruga que estuviera reposando en su capullo.
Lucia saca dos vasos de leche del microondas. En uno añade azúcar y café instantáneo, al otro: solamente miel. Se queda con el café y le pasa el otro a su marido.
-Bébetelo mientras esté caliente, te vendrá bien –dice.
Jorge bebe sin ganas, esforzándose por tragar. Lucia se acerca y le pone la mano sobre la frente.
-Estás ardiendo. No deberías ir a trabajar.
Jorge intenta replicar, pero le viene un ataque de tos.
-Anda, llámales y diles que estás enfermo.
Es demasiado pronto, no soportaría escuchar la voz de su jefe. Decide enviar un MSM. Escribe: Tengo fiebre y no voy a ir a trabajar. La frase es demasiado tajante. La suaviza: Tengo fiebre y no voy a poder ir a trabajar. Aunque suena mejor, sabe que al destinatario no le va a gustar. Aun así, envía el mensaje. No pasa ni un minuto cuando suena el móvil. Jorge descuelga, sabiendo de antemano que el que llama es su jefe.¿Qué es eso de que no vas a venir a trabajar? Con la voz tomada, Jorge le explica que está con gripe y no se encuentra en condiciones de salir de casa. No me cuentes historias y mueve tu culo hasta aquí. Hoy llega un cargamento del matadero y te necesito sí o sí ¿Me has entendido?
-¿Qué te han dicho? –pregunta Lucia cuando su marido cuelga el teléfono.
Jorge se dirige al dormitorio sin decir nada, allí se viste con su ropa de trabajo. Lucia fue enlace sindical. Está a punto de soltarle uno de sus slogans favoritos de entonces: Deberías hacer valer tus derechos, aunque solo sea por respeto a las personas que lucharon para conseguírtelos. Pero sabe que a día de hoy cualquier empresario de medio pelo se salta a la torera los derechos de sus trabajadores, que a la que levantas la voz te ponen de patitas en la calle sin dar explicaciones. Ella misma se quedó sin empleo porque a los directivos de su empresa les dio por coger los bártulos y trasladar la fábrica a un país donde los derechos, los impuestos y los sueldos son de risa. De eso hace ya cuatro años y sigue sin encontrar trabajo. Ahora solo faltaría que su marido se quedase en el paro.
Jorge sale a la calle. Un peón más que ha sido condenado de antemano, obligado a saltar dentro del tablero para jugar una partida en la que no tiene nada que ganar y mucho que perder. Avanza por la acera, sin fuerzas, intentando no pensar, no sentir, no existir. Dejándose llevar por una especie de inercia que va más allá de lo que dicta el cerebro. Le castañean los dientes, sin embargo, el sudor le empapa la ropa, haciendo que se le pegue al cuerpo. Le suda la espalda, las axilas, las ingles, las manos, la frente… todo él, bañado en sudor, arrastrando los pies entre etéreas figuras, sin saber muy bien si éstas son reales o delirios provocados por la fiebre.
El camión del matadero está aparcado en las traseras del centro comercial, justo enfrente de la puerta de embarque. Jorge aparece con su uniforme de carnicero. Atraviesa la niebla y llega hasta el vehículo.
-Tienes mala cara ¿no has cagao? -le dice el camionero con un Farias colgando de la boca.
Elude el comentario y espera a que el tipo le abra la puerta del remolque refrigerado. Dentro hay una ternera despiezada en cuatro partes: dos cuartos traseros y dos delanteros. Cada pieza viene a pesar entre noventa y ciento treinta kilos, según el tamaño de la res. Por desgracia, ésta es de las grandes. Además, no hace ni una hora que ha sido sacrificada. La carne está blanda, grasienta y supura sangre. Así es más difícil de cargar porque los músculos están flojos y no hay forma de sujetar algo tan grande y pesado. Hay que hacer malabares para que no se escurra del hombro. Por el contrario, si la ternera hubiera pasado el tiempo suficiente en la cámara frigorífica, la carne estaría firme, sin sangre. No habría problema a la hora de sujetarla. El camionero descuelga una de las piezas y la deja caer sobre el hombro de Jorge. Las piernas se le doblan y está a punto de irse al suelo. Al verle tambalearse, al camionero le entra la risa floja y suelta otro chascarrillo. Jorge consigue estabilizarse y avanza arrastrando los pies hasta el muelle de carga. Él pesa alrededor de setenta kilos, la carga que lleva en la espalda es muy superior. En un día normal no hubiera habido problema, porque al final todo se reduce a más vale maña que fuerza, pero en su estado actual la tarea se vuelve hercúlea. Nota la grasa y la sangre filtrándose a través de la camisa y ese olor tan característico de los animales recién sacrificados. Para colmo, el ascensor está ocupado. No le queda otra que usar la escalera de servicio. Para llegar a las cámaras frigoríficas hay que bajar dos pisos, un total de cincuenta y seis escalones. La escalera en cuestión es estrecha, apenas hay metro y medio entre pared y pared. Es dificultoso bajar, más con cien kilos de carne grasienta y resbaladiza a la espalda. La cosa se complica si no puedes con el alma y te sientes morir por la fiebre. Se arrepiente por haber cedido a la presión de su jefe. En su estado debería estar en la cama y no ahí, en esa maldita escalera que desciende a los infiernos. Piensa en la oruga dentro del capullo. Una cámara sellada y compacta como un saco de dormir cerrado hasta arriba. Se imagina dentro de la cápsula, a salvo del mundo. Ha bajado un tramo de los cuatro que hay. Al iniciar el segundo, pisa un escalón suelto y está a punto de caer rodando por las escaleras. De milagro logra recobrar el equilibrio y sujetar la carga sobre los hombros. Acaba el tercer tramo, también el cuarto. Está agotado y le falta el aire. A su izquierda, el montacargas con la puerta bloqueada por una pila de cajas con mandarinas. Dentro hay varios carros con cestas llenas de verduras de temporada. Enfila el pasillo hasta llegar a la sala de despiece. Al abrir la puerta de la cámara frigorífica, estratos humeantes de aire gélido salen despedidos. Deja el cuarto de ternera colgado de uno de los ganchos que sobresalen de la pared. Sale y cierra. Le duele la espalda y le cuesta enderezarse. Entra el jefe.
-¿Has terminado con el camión?
-Faltan por bajar tres piezas.
-¿En todo este tiempo solo has bajado una?
-El ascensor está ocupado y he tenido que usar la escalera.
-Pues date caña, la carnicería está llena y necesito que me eches una mano.
Por megafonía piden que el responsable de carnicería se presente en su puesto. El encargado acude a la llamada. Jorge se toma un momento para recuperar las fuerzas, luego sale al pasillo. El ascensor sigue ocupado con las cajas de frutas y los carros con verduras. Ni rastro del frutero ni de su ayudante. Le gustaría decirles unas palabras por monopolizar el montacargas.
Al salir a la calle, da la impresión que el camionero hubiera cubierto la ciudad con el humo del Farias.
-Espabila, que no tengo toda la mañana.
Puede que tenga que tragarse el orgullo con su jefe, pero no está dispuesto a que un cualquiera le venga metiendo prisa.
-Ese no es mi problema. Otra cosa te voy a decir: La pieza de carne me la pones en el hombro como es debido, que si antes he estado a punto de irme al suelo ha sido por tu culpa.
Esta vez el camionero deja el cuarto de ternera en el hombro de Jorge con relativa suavidad. Aún así, acusa la carga y se tambalea hasta el ascensor, que sigue ocupado. La sangre le hierve en las venas. No solo es que lo estén usando, el cabreo también se debe a que está harto de que le ninguneen, de ser el último mono, de que le obliguen a trabajar estando enfermo... Por un momento se le nubla la vista y pierde conciencia de dónde está y de lo que hace. La carne empieza a escurrírsele. Antes de que caiga clava las uñas entre los tendones, tratando desesperadamente de sujetarla en la espalda. Se apoya en una de las paredes para hacer presión entre su hombro y el cuarto de ternera. Sabe que si se le cae le será imposible volver a cargarlo. Avanza de esa manera, dejando un rastro de sangre en la pintura de la pared. A pesar del esfuerzo, la mole de carne se le escurre de los dedos y cae al suelo. Al hacerlo, los huesos astillados de la ternera le dejan varios rasponazos en los brazos y la espalda. Está tan agotado que no le quedan ganas de maldecir. No quiere pedir ayuda al camionero, menos a su jefe. Se le ocurre que si arrastra la pieza hasta donde empiezan las escaleras y se sitúa justo por debajo, quizás tenga una oportunidad. Así lo hace, la empuja hasta que sobresale por encima de los peldaños. Se sienta por debajo, situando la axila del animal sobre el hombro, sujeta el muñón con fuerza y toma impulso intentando ponerse de pie a la vez que hace palanca con los brazos. Necesita varios intentos para levantarse con la carga. No creía que lo fuera a conseguir. Se tambalea sobre las piernas temblorosas. Cuando llega al segundo tramo apenas puede mantenerse en pie. Recuerda que el primer escalón está suelto. Algo en su interior le incita a pisarlo. La baldosa se levanta y él se precipita escaleras abajo junto al cuarto de ternera. Mientras cae le da tiempo de imaginar lo agradable que debe ser estar dentro de un capullo de seda, abrazado a la oscuridad, mecido por el viento, liberado del peso del tiempo y de la enfermedad, sin nadie que te diga lo que tienes o no tienes que hacer.

Pepe Pereza, del blog Asperezas


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