jueves, 16 de junio de 2016

OFFLine del otro lado




Una niña comía peces voladores sin cabeza
Sin cabeza comía peces voladores 

¿Qué voz puede mantener el juramento de decir todo aquello que vio, ya sea atributo o símbolo, sueño o vigilia, utopía o fuga, todo aquello que es, que es y no tiene contraseña?

La poesía suele desviarse desde la razón y desde la imaginación por un camino de fiebre sin temperatura, donde los caracteres forman significantes que atraviesan, perforan la verdad. Y cuya verdad perforada a su vez atraviesa la sombra del tú poético, a veces impersonal, otras un tú femenino, en su llama de deseo e insurrección, más allá de la esperanza y más acá de la doma, en una derrota tras otra, imbatible, infatigable escriba de esa tensión y pulsión por vivir, es decir por no renunciar a sus márgenes de libertad creadora. Se crea desde el lenguaje, y se crea vida. Y esa vida en la voz de Cecilia Quílez salta por encima de los conformismos y de las cárceles de la vertical ordenación patriarcal. Es un devenir, un nomadeo, un estar en movimiento cuidando los límites de su libertad y la potencia de su deseo.

Partiendo de una soledad radical, la voz poética es una mirada táctil, sensible, doliente, que no desvía la mirada, que la mantiene alzada, que nos pone en alza la dignidad de “los heridos graves” que diría Julieta Valero.

Como en sus trabajos anteriores la poesía desde Cecilia es un diálogo con un tú, un amante o un hermano imaginario, en un esfuerzo a no resignarse a las leyes que fragmentan la humanidad, la amistad, los vínculos, que no se resigna al ninguneo ni a la inexistencia que ofrece el triste espectáculo de la ahoridad. Esa ahoridad que tan sugerente y misteriosamente cotidiana y extraña ha sabido fotografiar Santos Perondones, haciendo del símbolo desnudez y de la desnudez cercanía y de la cercanía extrañeza, cuestionamiento, temblor. Dialogo entre la imagen y la imaginación, entre el ojo táctil y la voz que parpadea, entre dos artistas, dos disciplinas.

Vuelvo sobre los poemas de Offline, para exponer un espinoso asunto: la palabra puede liberar o ser un libelo, un engaño. Todo se juega en el lenguaje, y es feroz este combate por la libertad, por superar el logocentrismo, las dicotomías que aprisionan, distorsionan y enfrentan, la vulgaridad del sentido común al que nos obligan los censores de la cultura del pensamiento único. Por ello, la palabra en este libro es poética, desbordada cabalga sin estribos a dos metros sobre la hierba y los vallados campos. Una palabra deseante, que deviene mujer como origen del tiempo sin amo, palabra apasionada, en celo.

La palabra no sabe de medidas
Está en celo eternamente

Esta disconformidad obliga en su itinerancia a lo imprevisible y a renunciar a las promesas de protección del Sistema-mundo. La genuidad del ser es la ingenuidad, así se deviene poeta, así se nomadea contra la impotencia del sedentarismo y contra ese otro infierno que es el exilio forzoso. Se nomadea porque se lleva consigo el territorio de tu libertad, tu deseo, tu verdad, tu sombra. Offline, sí, horada en el lenguaje y en la existencia, los une en raíces que harán brotar de nuevo palabras de honor y de amor, que posibilitaran el primigenio ímpetu del habla de unir y sanar los vínculos entre las personas, entre las personas y su entorno.

Y si la bestia fuera yo

El poema advierte siempre de ese doble filo de la palabra, y la poeta, el tú que nos habla, sabe que lleva dentro de sí una estrella y un dragón (bestia), con el que tendrá que lidiar en cada texto, en cada momento de su vida. Poesía y vida son la intimidad y la política esencial que depende del cuidado, del auto-conocimiento y los “trabajos de purificación” que decía Miguel Ángel Curiel.

Se libra una lucha con lo imposible, en el lenguaje y en la con-vivencia, existir es tomar opciones, escoger la “forma” y hacerla caminar, brincar, volar. Las formas pre-fijadas de las leyes de la ortodoxia quieren la servidumbre voluntaria de sus fieles. De ese infierno renuncian estos poemas. Se sale de ese infierno a través de una pesadilla. Sueño angustioso que es oráculo abierto:

“De un vaso de sangre
Mana una flor
¿Es esto la belleza?”

La belleza es la más antigua e inconcebible expresión de lo indecible, del imposible necesario: deseo e insurrección sólo alcanzan a balbucir su posibilidad, su fragancia. Hay en la apertura y en la hospitalidad de este decir ceciano una lección de rebeldía y una revelación no nominada, que se deja en tu boca, al roce de tus labios y tu lengua, para que la paladees y la pronuncies en silencio, dentro de tu conciencia, de tu intuición y tu más íntimo gozo, lucha.

Si además, morosamente te has ido deteniendo en cada una de las imágenes del libro que Santos nos ha ofrecido con buen pulso y profundidad de significantes, la sinfonía de sentido otro que manara será un plato para gourmets de lo suficiente. ¡Disfrútenlo! Toda buena obra, de alguna manera, nos cambia tanto la percepción del mundo como nuestra propia mismidad. Y en este caso, a un servidor, le ha dado un pellizco de felicidad, tan inusual como alentador. Una exigencia. Una devolución.

Viktor Gómez Valencia, a 3 de enero de 2016


Sobre la fuerza del hierro

Desde la aparición del mismísimo daguerrotipo cierta fotografía se ha visto sometida a una carrera tecnológica imparable. Ópticas casi perfectas de definición inmaculada, veloces emulsiones argénteas de fino grano capaces de registrar en su latitud desde las luces más brillantes hasta los negros más profundos, formatos cada vez mayores, o cada vez menores pero con mayor rendimiento… Aquella riqueza en los matices, aquella perfección en la resolución no era en absoluto gratuita, pues aspiraba alcanzar o incluso superar al ojo humano en su capacidad de reflejar fielmente el mundo.

Paralelamente a esa corriente, otro modo de entender el hecho fotográfico potenciaba precisamente aquellos defectos que la tecnología pretendía corregir: la borrosidad, el velo, la mancha, la falta de contraste… Una multitud de procesos pigmentarios respondían a los fieles haluros de plata: cianotipias, bromóleos, carbón fressón, colodión húmedo, gomas bicromatadas y por supuesto, los ferrotipos. El pictorialismo se apropió de estas técnicas y las utilizó en un vano intento de imitar a la pintura más académica, buscando desesperadamente un lugar para la fotografía entre las bellas artes. Y su imitación no se ceñía a su mero aspecto técnico: los motivos que aparecían en sus fotografías también rememoraban los temas de la pintura o la literatura clásica. De este modo las fotografías se llenaron de imágenes bucólicas y pastoriles, alegorías mitológicas y estampas folclóricas.

Las imágenes que Santos Perandones presenta junto a los textos de Cecilia Quílez evocan a los antiguos ferrotipos y sin embargo su obra dista mucho del uso y la intencionalidad de aquellos primigenios trabajos. Lo primero que difiere de aquellas imágenes son los objetos fotografiados.

No aparecen aquí las grandes historias épicas, ni el exotismo grandilocuente de salón. Sobre la fuerza del hierro

Santos Perandones fija su mirada en los utensilios más cotidianos y casi ordinarios que cabría imaginar: unas monedas, un ovillo de cuerda, un sacacorchos, una navaja… y al sustituir plata por hierro, el autor distorsiona el referente, modifica el tono, aumenta la densidad de los graves, rasga el soporte, golpea el bajo vientre y consigue fundirse en la profunda oscuridad de Cecilia Quílez.

El diálogo que se establece entre texto e imagen fluye coherente, sin jerarquías ni vasallajes. Que nadie busque pie de foto en el texto, ni la mera “ilustración” de lo escrito en las imágenes. Ambos lenguajes discurren entrelazados, superpuestos, enriqueciéndose mutuamente, con una premeditada y desazonadora ambigüedad, recogiendo el testigo histórico de aquella colección de libros mítica: Palabra e Imagen, de la editorial Lumen, donde la literatura y la fotografía se hermanaban de modo hermosísimo.

Jaume Fuster, Valencia 2015. Doctor en Comuncación Audivisual por la Universidad de Valencia. Profesor de fotografía de la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Valencia.



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