Bienvenida (de nuevo) al Valladolid rancio de los especiales radiofónicos dedicados a la boina, de las tías Melitonas, los conciertos previsibles, los ayuntamientos en fase selvática que cambiaron sus luces prostibularias por algo que siempre te demuestra que aún puede ser peor. Cientos de personas que pierden el culo por salir retratadas en la sección de ecos de sociedad del rancio de Castilla seguirán comiéndose pinchos para los que tendrán que esperar sorteando a lo jamiroquai a decenas de palizas instalados en las barras por donde asomarán niños con globos de unicornios azules, cerdos convertidos en señoras y otras extrañezas aún pendientes de identificar mientras brindan, pañoleta lila en mano, patrocinada por los de siempre, por unas fiestas en las que he aterrizado como un extraterrestre sin nave para regresar. Me dan ganas de salir corriendo detrás del trenecito de los cojones, digno de una excursión del Imserso por Benidorm, para gritarle al conductor que esto no es Barcelona. En lugar de eso bromeo con la mujer sin eñes en el teclado, observo las acuarelas por donde van apareciendo botes de Nutella y mujeres botero en bañador en efervescencia kitsch e imagino mundos paralelos donde todos los protagonistas del ecos de sociedad por fin hacen público su carácter de zombis y dejan de sonreírnos con cara de imbéciles. Salir a la calle en mañanas como ésta implica toparte de bruces con la imagen de un hombre con los brazos semiamputados fabricando objetos con latas de cerveza, con la de una mujer sujetando hasta una treintena de globos que me producen terror o con un batiburrillo integrado por un olor a sardinas, música de los Bee Gees y fragmentos de conversaciones en las que todos se preguntan por Paco, imágenes de una pesadilla delirante que sólo acaba de empezar.
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Cientos de niñas de colegio de monjas con costras en las rodillas y pendientes perliles, profesoras spaghetizadas en caída libre imitando una coreografía de orangután que dan ganas de llorar, un niño mofletil con camiseta de The Pirate of Gran Canaria y en chandalismo ilustrado equivocándose de dirección y provocando que el grupo de su izquierda pierda un ritmo que, para ser sincera, nunca hubo. Decenas de niños al micrófono recitando poemas tóxicos enfatizados con gestos absurdos, niños en fase cambio de voz, crecimiento tetil y risa tonta. Meapilismo en estado radical que saca mi vena más hijoputil, y más cuando oigo frases del tipo: “Un aplauso para todos los niños de África” o “En las calles se aprende poco y lo que se aprende es poco educativo”. Si los africanos vieran vuestra manera de bailar harían un suicidio en masa. Parad ahora que aún no es tarde, pero vosotras seguís anudando piernas, faldas plisadas y zapatitos náuticos...
Laura Fraile, de Mujeres que tarareaban canciones inventadas (Zoográfico, 2014)
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