no quiero olvidar los escenarios tempranos
donde nos iniciábamos en los juegos eróticos,
todos aquellos lugares donde corrías siempre
el riesgo de ser sorprendido
he aquí esos parajes:
los cines, en cuya penumbra las manos
tanteaban la piel como lo harían los ciegos,
el asiento trasero del coche y los polvos de urgencia
que incendiaban las ventanillas y las surtían de vaho,
ése o aquel portal, con los culos desnudos
sobre el hielo de sus peldaños,
ese pub sórdido en el que ella se atrevía
a palpar tus ingles para procurarte alivio,
ese bosque o ese parque por el que desfilaban
los mirones, los locos y los borrachos
pero tú le decías “te voy a lamer el clítoris
aquí mismo” y el desafío mojaba sus bragas,
ese recodo o desfiladero entre basuras, condones
viejos, jeringuillas y litronas vacías cuyo detritus
alimentabas con un chorro de esperma,
esa tienda de campaña quemada de deseo
por donde vagaban moscas, orugas y hormigas,
y los callejones sucios, las aceras mojadas de
lluvia, las riberas del río y los aledaños del
ferrocarril, sitios en los que el paisaje no
te importaba porque tenías a la chica
y quiero confesaros que no guardo nostalgia
de esos escenarios de negrura y soledad
no deseo volver a ellos
no quiero regresar allí
llamadme burgués, si os place,
pero ahora, además de la chica,
me quedan
la almohada, la música
y un orgasmo sin sobresaltos,
sin prisas, sin miedos, sin mugres,
sólo la paz y la poesía del sosiego.
José Ángel Barrueco, de El amor en los sanatorios (Canalla Ediciones, 2014).
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